Capítulo Decimocuarto
Siguiendo las instrucciones de la policía, no nos movimos del Samode Palace, almorzamos, cenamos y pasamos la noche en el hotel. Alberto parecía hallarse en otro mundo, pero ahora recibía el consuelo constante de María. Hubo un momento en que, creyendo que estaban al amparo de las miradas curiosas, les descubrí tiernamente abrazados en un rincón del jardín.
A la mañana siguiente, nos encontrábamos en el comedor desayunando cuando el inspector Mahatma Takur vino en busca de Martínez y estuvieron largo rato hablando, sin que Mariola les perdiera de vista.
Luego Arístides nos hizo saber que la autopsia había revelado datos esclarecedores en relación a la muerte de Paloma y nos convocaron, en el mismo salón que habíamos ocupado ayer, para comunicárnoslos.
Papá y yo compartíamos mesa con Antonio y Gloría, y como a todos nos vencía la curiosidad, terminamos de desayunar rápidamente y fuimos hasta el lugar indicado, que estaba vigilado por agentes de la policía de Jaipur
Al entrar Mariola, que ya se encontraba allí, nos dijo:
–Tanta parafernalia, y seguro que nos informarán de que ha muerto por causas naturales.
Nadie contestó.
Después llegaron María, Paco y Alberto. El viudo quiso sentarse al lado de Mariola, pero esta se levantó bruscamente y se alejó de él, para ocupar un asiento junto a uno de los ventanales.
Yo no entendía nada, durante todo el viaje no había hecho otra cosa que provocarle, y ahora que tenía la oportunidad de estar cerca de él y consolarle por la irreparable pérdida de Paloma, huía de su presencia como de la peste bubónica.
Finalmente, llegaron Arístides y el inspector Takur. A petición de este último, Martínez, con varias hojas de papel en la mano, tomó la palabra:
–Ayer –comenzó a explicar–, Nora me pidió que le contestara a una pregunta concreta: ¿quién era yo y a qué me dedicaba? Y le respondí que todavía no había llegado el momento. Ahora que tenemos los resultados de la autopsia de Paloma, y la certeza de que ha sido asesinada, este momento ha llegado. Es verdad que me llamo Arístides Martínez, pero nunca fui aparejador. Hasta 1994 era Inspector Jefe del Grupo de Homicidios de la Brigada Judicial de la Jefatura Superior de Policía de Madrid, y les puedo asegurar que el caso empezó a interesarme bastante antes de que supiera que me vería involucrado en él y tendría consecuencias tan nefastas.
Todos se quedaron estupefactos, boquiabiertos y con los ojos clavados en el rostro de Arístides, que entonces aplicó su singular costumbre de pasarse la mano por el pelo, que como siempre desprendió un penetrante olor a colonia Floid. Pero yo no pude reprimir mis deseos de decirle:
–Ya hacía días que sabía que nos estabas escondiendo algo.
Martínez me miró, esbozó una media sonrisa y continuó:
–Creo haberos dicho que, desde mi jubilación, cuando visito Madrid me hospedo en un hotel de la calle Francos Rodríguez, muy cerca del parque de la Dehesa de la Villa y de la calle del Dr. Federico Rubio Gali, donde se encuentra Jefatura. Allí paso muchas horas con antiguos agentes de la policía judicial, que habían sido mis discípulos y que en la actualidad han llegado a inspectores. Y mira por donde, días atrás, cuando visité Jefatura, uno de mis antiguos compañeros andaba muy preocupado con la identificación de una señora, que había matado a su marido y que nos acompaña en este viaje. El matrimonio en cuestión llevaba un par de meses separado, aunque todavía no habían formalizado el divorcio. El hombre había abandonado el domicilio conyugal en la Moraleja para trasladarse a vivir en un chalecito en la Colonia del Viso. Según un par de testigos, una noche recibió la visita de una mujer, lo que permitió efectuar un retrato robot de la intrusa, y al día siguiente la asistenta encontró su cadáver en el suelo del salón de la casa. La policía no pudo relacionar a su todavía esposa con el crimen, porque existían varias diferencias en el aspecto físico de ambas mujeres, Se le practicó la autopsia y la causa de la muerte fue una sobredosis de insulina[1], sin que el difunto fuera diabético.
A medida que Arístides hablaba el silencio era cada vez más profundo. Sus palabras acaparaban toda nuestra atención:
–Y que sorpresa la mía cuando, poco antes de que el avión de Air France en el que viajaba, despegara del aeropuerto Charles de Gaulle de París rumbo a Nueva Delhi, vi que la mujer del dibujo, que traía de cabeza a la policía de Madrid se encontraba sentada a mi lado, y más todavía cuando antes del almuerzo o la cena, porque al atravesar la bóveda celeste uno pierde la noción del tiempo y nunca sabe qué hora es y qué es lo que le sirven, se levantó, se fue al baño y a su regreso, colocó unas cuantas jeringuillas dentro de un estuche, junto con uno de estos inventos modernos que tienen forma de lapicero y que los diabéticos utilizan para pincharse sin hacerse daño, y un par de frascos de insulina sin abrir. Claro que, mi compañera de viaje, no tenía nada que ver con las fotografías que me enseñaron de la mujer del difunto.
Entonces miró a Mariola y le preguntó:
–¿Verdad que eres diabética, amiga mía?
No obtuvo respuesta.
En aquel momento todos conteníamos la respiración, no se oía ni un suspiro, pero a pesar de ello, Martínez, afirmó con énfasis:
–Según los resultados de la autopsia Paloma también ha muerto a causa de una sobredosis de insulina y tampoco padecía diabetes.
Martínez se acercó a Mariola y cuando se encontraba a escasa distancia del sillón donde se sentaba, dejó de tutearle y le aclaró:
–Para cerciorarme de que no estaba equivocado, al llegar al Jama Masjid le hice varias fotografías, que a través de nuestra embajada en Nueva Delhi, por eso aquella tarde tomé un taxi para que me llevara al 12 de Prithviraj Road[2], pude hacerlas llegar a Jefatura. Los testigos la identificaron como la mujer que salió de la casa de la Colonia del Viso la noche en que murió su todavía marido, y la policía esperaba detenerla en el aeropuerto de Barajas a su regreso a Madrid. Pero el hecho de que haya usted asesinado a la señora Camps en territorio hindú cambia las cosas –Arístides miró de soslayo a Mahatma Takur, que estaba sentado más atrás y seguía atentamente sus explicaciones, después prosiguió: –Ahora queda usted en manos de la justicia de este país, son ellos quienes la detendrán, juzgarán y condenarán. No hace falta que nos confirme si padece usted o no diabetes, la policía española ya nos ha hecho llegar su historial médico donde se expone que es diabética desde su nacimiento, y la evolución detallada de su enfermedad.
Todas las miradas estaban puestas en ella, pero nadie decía ni una palabra. Yo, que creía tener motivos para regocijarme de su desgracia, ya que había llegado a odiarla con todas mis fuerzas porque durante todo el viaje estuvo tonteando con papá y apartándolo de mi lado, notaba que mi mente estaba colapsada por lo sucedido y era incapaz de experimentar satisfacción alguna.
Arístides cogió una silla, y se sentó a horcajadas, apoyando el pecho en el respaldo, frente a la acusada. Con voz suave le preguntó:
–¿Por qué mató a Paloma?
Sin dudarlo, Mariola, respondió:
–Para complacer a Alberto que fue quién me lo pidió.
Entonces de mis labios se escapó un:
–¡Oh! –de desconcierto.
Y a los pocos instantes comprobé que la estupefacción era generalizada. El viudo sobresaltado se levantó gritando:
–¡Esta mujer se vuelto loca! ¡¿Cómo puede decir semejante barbaridad?! ¡Yo quería a mi esposa!
–Nadie lo pone en duda –repuso Martínez–, aunque a veces hay amores que matan.
Luego añadió:
–Cálmese, por favor.
Alberto se sentó y se instaló de nuevo el silencio en todo el salón.
Cada vez que recuerdo aquellos momentos no deja de sorprenderme como nos comportamos. Al margen de nuestra voluntad, permanecíamos inmóviles en nuestros asientos, bloqueados por la dureza de un suceso que nos había convertido en meros figurantes de la escena. Y en medio de la quietud más absoluta, solo se oyó la voz de Gloría que exclamó:
–¡Qué horror!
Pero Arístides, inmutable, continuó con el interrogatorio:
–Suponiendo que fuera verdad que el señor Camps se lo pidiera ¿Por qué accedió a tal despropósito?
Mariola contestó sin pestañear:
–Mi marido era accionista mayoritario de Tecnoplast S.A y un día, en una cena en el hotel Palace de Madrid, me presentó a Alberto, director del área mediterránea de la empresa. Al verle me enamoré locamente de él, y al instante me percaté de que era correspondida en mis sentimientos…
–¡Es completamente falso! –aseguró el viudo–, solo cené con ellos y tomamos unas copas. No voy a negar que fue una velada agradable. Pero antes de la una de la madrugada ya había regresado a mi habitación.
–Está bien –afirmó Arístides–, pero ahora no la interrumpa ¿de acuerdo?
Alberto asintió con la cabeza y Mariola continuó:
–Desde entonces se produjeron una serie de encuentros furtivos a expensas de nuestros cónyuges, tanto en Madrid como en Barcelona, cuyo denominador común era la pasión, y después de una noche de amor, cuando yo le conté que por él estaba dispuesta a matar a mi marido, me pidió que asesinara a su esposa, y así los dos podríamos vivir de acuerdo con nuestros sentimientos.
–Afortunadamente, en España existe el divorcio –recalcó Martínez–, y usted sabía que se lo concederían ¿qué necesidad tenía de matarle?
Entonces Mariola prefirió callar, pero Arístides hizo un movimiento brusco con la silla y continuó:
–Su desafortunado esposo no perdía la esperanza, y creía que regresaría a su lado. Porque según ha podido constatar la policía de Madrid, no se decidió a cambiar el testamento, en el que usted figuraba como heredera de todos sus bienes, hasta que tuviera la certeza de que había dejado de quererle, o bien de que existíera una tercera persona…
–¡Que no era yo! –quiso aclarar el viudo.
–No me interrumpa –gritó Martínez enfadado y prosiguió dirigiéndose a Mariola :–Pero usted no hubiera podido resistir que la dejara sin un céntimo y tuviera que renunciar a su elevado tren de vida. Así las cosas, como en la Colonia del Viso no la conocía nadie, y de las fotografías se deduce que los últimos meses que convivió con su pareja estaba bastante más llenita, se decidió a adelgazar, cambió de aspecto y de color de pelo, y antes de que su marido descubriera que le era infiel, decidió matarlo, y desapareció de Madrid para evitar el interrogatorio de la policía.
Mariola continuaba sin abrir la boca, pero Martínez le preguntó:
–¿No se retracta usted de haber afirmado que el señor Camps le pidió que asesinara a su esposa?
A lo que respondió con firmeza:
–No.
–Según dice, amando como amaba al señor Camps ¿Por qué se pasó todo el viaje flirteando con el señor Bosch?
–Para disimular, formaba parte del plan.
Continuará…
[1] Solo practicando la autopsia se puede verificar que la muerte se ha dado por sobredosis de insulina, de lo contrario puede creerse que el deceso ha sido debido a causas naturales
[2] Sede de la Embajada de España en Nueva Delhi.
María... me dejas con ganas de más... ayyyyy
ResponderEliminarEl domingo ´colgaré el último capítulo y quedará todo muy claro. Un abrazo.
ResponderEliminarMaría Bastitz