Era un día lluvioso de primavera y, después de una tarde de compras, nos refugiamos en una cafetería frente a unos grandes almacenes de la ciudad. Desde la ventana del local se podía leer el cartel publicitario, que con motivo del Día de la Madre aireaba a los cuatro vientos, con un slogan parecido a este: Mil y una maneras de decirte te quiero mucho, mamá.
Entonces recordé una de aquellas circunstancias que nunca se olvidan en la vida, y le comenté a mi amiga:
–Siempre que leo algo así, me acuerdo de una situación, que hace muchos años, cuando era una enfermera joven e inexperta, viví en el hospital.
–¿De veras? –me preguntó abriendo los ojos de par en par–, porque a mí esta cursilería me trae a la memoria meriendas de arroz con leche, que a menudo mamá me agriaba con su estupidez.
–Tú madre siempre ha sido una mujer muy nerviosa –y me callé lo que en realidad pensaba.
–Pero bueno –insistió mi amiga–, cuéntame lo que te sucedió.
–En Medicina Interna, teníamos ingresada a una paciente a punto de morir por culpa de un cáncer de páncreas. Era una mujer viuda, muy educada, que todo lo pedía por favor y que a menudo la visitaban sus hijos. Un día cuando iba a ponerle el termómetro me dijo:
–Señorita he de pedirle un favor.
–Si está en mi mano –le respondí–. Usted dirá.
–Verá, tengo dos hijas de las que quiero despedirme antes de morir.
–¡Pero, señora Carmen ¿cómo puede usted decir estas cosas?!
–Porque me muero, señorita, y lo sabe mejor que yo. Los chicos vienen siempre que pueden, y antes de que se marchen me despido de ellos, como si fuera la última vez que pudiera hacerlo, por si no me vuelven a ver con vida. Pero no quiero irme al otro mundo sin haber abrazado a mis niñas.
Entonces todavía no existía el móvil, y abrió el cajón de la mesita de noche, me dio un papel donde figuraba un número de teléfono, e insistió:
–Llame y pregunte por Miriam. ¡Claro que yo misma podría hacerlo! Pero si le digo que me voy a morir, no me creerá, pensará que solo quiero llamar su atención. En cambio si la telefonea usted y se lo explica, comprenderá mis deseos. ¡Ah! y que venga con Inés.
Luego me miró con ojos de súplica, y me preguntó:
–¿Me hará usted este pequeño favor, señorita?
–Sí, señora Carmen.
Cuándo levanté el auricular para disponerme a marcar el número que me acababa de dar, pensaba en las causas que podían haber hecho posible que las hijas de aquella pobre mujer no acudieran a la cabecera de su cama para acompañarla y reconfortarla en los instantes previos al inicio de su viaje al Más Allá. Creí que tal vez se debía a problemas con la herencia del padre, que encendieron el odio entre los hermanos Y en medio de aquellas cavilaciones de mi mente, me sorprendió una voz que me decía:
–Sí, dígame.
Tragué saliva y contesté.
–Buenas tardes, quisiera hablar con Miriam.
–Soy yo.
Y me preguntó cordialmente:
–¿En qué puedo ayudarla?
–Señora, soy Helena Siscart, enfermera de su madre, y me ha pedido que le haga saber que le gustaría verla, y también a su hermana Inés.
–Señora Siscart –su tono de voz cambió abruptamente–, por fortuna los deseos de mamá hace tiempo que han dejado de ser órdenes para mí. Y mucho me temo que Inés es de mi mismo parecer.
–Bueno yo solo…–me quedé de piedra y no sabía que decir.
Aquella voz, que antes me había parecido tan cortés, y que ahora juzgaba fría y desprovista de todo afecto humano, prosiguió:
–Sepa, señora Siscart y comuníqueselo a mi madre, que si la conciencia me juega una mala pasada y me empuja a acudir hasta su lecho de muerte, lo haré cuando lo considere oportuno. ¿Le ha quedado claro?
–Por supuesto, señora –respondí atropelladamente.
–Si es así, buenas tardes –y colgó el teléfono.
Tal fue mi sorpresa que me dije que jamás me prestaría a mediar con los familiares de mis pacientes, y te aseguro que, a lo largo de los años, así lo he hecho. Pensé en cómo explicárselo a Carmen y finalmente opté por una solución diplomática:
–¿Ya ha hablado usted con Miriam? –me preguntó al entrar en la habitación.
–Sí.
–¿Y qué le ha dicho?
–Que vendrá en cuanto pueda, Carmen, porque ahora tiene mucho trabajo.
Y para que no hiciera excesivo hincapié en lo que le acababa de decir, quise saber algo más de su hija:
–¿A qué se dedica Miriam?
–Es diseñadora gráfica –me respondió, pero a los pocos segundos volvió a interesarse por la conversación que mantuve con ella y susurró:–Está claro que no vendrá. Ni la agonía de su pobre madre puede reblandecerle el corazón.
–Vamos, Carmen, déjese de tonterías –y mentí–, ni usted está agonizando, ni su hija me ha dicho, en ningún momento, que no iba a venir.
–Cómo se nota que no la conoce usted, señorita.
Pasaron días y semanas y las visitas de los hijos eran cada vez más frecuentes. Se presentaron nueras, hermanas, hermanos, cuñados, cuñadas, sobrinos y demás parentela, pero las hijas no aparecieron. Carmen se encontraba cada vez peor, aunque todas las tardes preguntaba por sus niñas a los familiares que se acercaban a visitarla. Los dolores ya no la dejaban vivir y los médicos decidieron sedarla. Y así, poco a poco, entró en coma.
Un domingo por la mañana, porque en el hospital no se conocen ni fines de semana ni fiestas de guardar, cuando repartía la medicación de las ocho, pasé por delante de la habitación de Carmen, que seguía inconsciente esperando a que le llegara su hora, la puerta estaba entreabierta y me pareció ver a una mujer sentada junto a la cabecera de la cama. Retrocedí unos pasos para comprobar que lo que había visto era cierto, y no fruto de la resaca del sábado y me quedó claro que no se trataba de una hermana o de una nuera, sino de una mujer de unos cincuenta años, que de joven debió ser muy hermosa, porque todavía conservaba una respetable belleza, que le cogía de la mano y oí como, en voz baja, le decía:
–Ahora te acuerdas de Inés y de mí, mamá. Un poco tarde ¿no te parece? Si se tiene en cuenta que toda la vida no has pensado en otra cosa que en ti misma.
Minutos más tarde entré en la habitación de Carmen para tomarle las constantes, la mujer seguía allí sentada, y cuando me vio quiso saber:
–¿Es usted Helena Siscart?
–Sí –respondí, y como su mirada me intimidaba, le pregunté antes de darle tiempo a decir nada más:–¿Y usted Miriam, verdad?
–Así es. Supongo que pensará que debo ser una hija cruel al presentarme a ver a mi madre cuando ya no puede decirme nada.
–Verá, Miriam, yo solo me limité a llamarle por teléfono porque la señora Carmen me lo pidió, lo demás es asunto suyo. Allá usted con su conciencia.
–No quiero que me prejuzgue, Helena. Sé de sobras que mamá le debió parecer una mujer santa, porque así se lo parecía a todo el mundo, pero esta especie de mutación la experimentó en la vejez, después de la muerte de mi padre, cuando ya no se podía valer por sí misma y necesitaba nuestra ayuda y la de todos. Antes fue una mala bestia, que me robó la infancia, adolescencia y parte de la juventud, y a Inés también. Con mis hermanos era algo más tolerante. A los seis años, todos los sábados me hacía levantar a las cinco de la mañana para que le acompañara al mercado, porque según ella, ya era una mujercita y tenía que ayudarla. Y como entonces vivíamos en una ciudad del área metropolitana, cuyo centro era, y sigue siendo, el coto privado de los que han nacido allí y sus gentes exudan un rancio sabor provinciano, esta hazaña de soltar pronto las sábanas, y condenar a su hija tan pequeña a hacer lo mismo por un perverso capricho de su mente enferma, le permitía alardear delante de sus amigas de ser una mujer de su casa y de ir pronto a hacer la compra para encontrar el pescado más fresco que nadie, aunque después lo comiéramos congelado. Y papá lo consentía.
En aquella misma época se le ocurrió la idea de que yo también debía colaborar en las tareas de la casa y decidió que cuando regresáramos de nuestra epopeya sabatina entre atunes y merluzas , tenía que sacar el polvo. Un día le pareció que no había dejado una estantería lo suficientemente lustrosa y me arrió tal somanta de palos, que pensaba que nunca me recuperaría de aquella paliza. En el parvulario, tenía serios problemas porque era zurda y me ataban la mano izquierda en la silla para que escribiera con la derecha. Encima vas a ser una hija del demonio–, me decía, adoctrinada por las hermanas Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento a quien se les había encomendado mi educación. Recuerdo que un día tenía que escribir una página de números y no sabía cómo hacer un ocho. Para salir del apuro juntaba dos redonditas, pero me quedaban demasiado grandes y se me encadenaban unas con otros. Mamá se dio cuenta y en lugar de explicármelo me atizó un par de mandobles que me hicieron caer al suelo, me agarró de las trenzas y gritó: Mira niña, haz las cosas bien que estás acabando con mi paciencia. Si he de serle sincera, señora Siscart, de mi infancia solo recuerdo cosas desagradables y que me pasaba el día llorando.
La miraba y me daba pena, en su rostro se reflejaba un dolor inconmensurable, y sus ojos verdes brillaban con las lágrimas.
Mientras tanto en la cafetería crecía el bullicio, cada vez llovía más y la gente buscaba un lugar donde refugiarse y saborear una humeante taza de café:
–¡Buf! –exclamó mi amiga después de beber un sorbo–, esto acabará en drama shakesperiano. Y pensar que yo creía haber tenido la peor madre del mundo. Ahora va a resultar que fue de lo mejorcito.
–Espera y verás –le contesté.
–Estoy impaciente
Continuaba en la habitación de Carmen, muda de asombro, escuchando lo que Miriam me estaba contando, parecía dispuesta a vomitar toda la hiel que llevaba dentro. Se acentuó el rictus de amargura en su cara y prosiguió:
– Cuando era adolescente salía con un grupo de jóvenes, algunos de mi edad y otros algo mayores. En verano íbamos, paseo arriba, paseo abajo, y algún día excepcional, porque nuestros emolumentos no daban para más, nos sentábamos en una terraza para tomar una Coca-Cola. Hablábamos de nuestras cosas, nos reíamos y así pasábamos la tarde. A mi santa madre aquella gente no le gustaba, yo debía de salir con la hija de una amiga suya, altanera, fanfarrona y sosa como un calamar, porque ella así lo había decidido, y le hinchaba la cabeza a papá para que me prohibiera aquellas salidas lujuriosas. Por fortuna, mi padre, esta vez no le hizo demasiado caso. Entonces un chico que tenía siete u ocho años más que yo, que era amigo de una de las chicas del grupo, empezó a hacerse el encontradizo, se juntaba con nosotros, siempre paseaba a mi lado y se interesaba por mis cosas. A mí me parecía atractivo, pero ni se me pasó por la cabeza que podía gustarle, mi madre me llamaba anchoa de barril vente veces cada día y yo llegué a creerme que era fea y repugnante como una anchoa dentro de un bote de sal gorda.
Claro que sabía que las apariencias engañaban pero nunca me habría imaginado que la bien educada, dócil y paciente señora Carmen, podía haber sido tan perversa con su hija. Miriam prosiguió:
–Por aquellos días, mamá se enfadó con mi abuela. El motivo ni me acuerdo, podía ser cualquier cosa, pero dejó de visitarla y mi abuela de cuidarle a los niños siempre que quería. A mi madre se le complicaron las cosas, porque a partir de aquel momento no tenía donde dejar a sus hijos cuando deseaba pasear y mover las caderas más de lo debido al andar, lo cual sucedía con frecuencia, por la calle más comercial de la ciudad. ¿Y a qué no sabe que ocurrió entonces, señora Siscart? Pues que un día juró y perjuró, delante de mi padre, sin que fuera verdad, que le había contestado mal, y logró lo que hacía tiempo que deseaba, que me castigara y por fin poder apartarme de aquel grupo con el que salía las tardes de verano. Y así , con trece años, pasé a convertirme en la niñera de mis hermanos más pequeños para que ella se dedicara al dolce far niente, y a otras cosas indecorosas que luego tenía el valor de criticar en los demás. Más tarde supe que aquel muchacho que venía con nosotros, tan a menudo, estaba interesado en mí. Era dulce y cariñoso y tal vez me habría gustado descubrir el amor a su lado. Y hasta puede que mi vida hubiera ido por otros caminos, que me habrían ahorrado muchos disgustos. O tal vez no, pero mi madre también se encargó de negarme la posibilidad de elegir mi destino.
Entonces, Miriam ya no se preocupó de disimular sus lágrimas y entre sollozos prosiguió:
–No podía pensar con claridad, me sentía atrapada. Era como si viajara en un carrusel, que no paraba de dar vueltas para encontrarme siempre en el mismo punto de partida. A veces soñaba que me iba a la estación y cogía un tren que me alejaba de aquella vida que creía que estaba condenada a llevar. Y así conocí a un hombre, mayor que yo, que se empeñó en casarse conmigo, y a mí me pareció que era la única oportunidad que se me presentaba para huir de aquella encrucijada . Mamá estaba encantada. El sujeto, más bien opaco y de escaso relumbrón, pertenecía a la ralea de advenedizos que proliferaron como setas en la transición y ocuparon cargos de confianza en el entorno de muchos políticos recién llegados del exilio. Resumiendo, un zángano de cuidado. Poco importaba que fuera un pedante, un bebedor empedernido y un estafador, como se demostraría más tarde, lo único que contaba era de quién estaba cerca. Y decidió que tenía que casarme como Dios manda, es decir por la Iglesia. Y si me hacía la más desgraciada de las mujeres, era algo secundario en lo que no había que pensar. Poco antes de ingresar en el hospital, mi madre todavía les recordaba a unos conocidos las bondades de aquel matrimonio, que yo tan mal diestramente eché a perder, cuando tuve que separarme, a toda prisa, harta de las palizas que me daba cada vez que llegaba ebrio a casa.
Miriam, dejó de hablar y miró a su madre que, inconsciente en la cama, cada vez parecía más cerca de exhalar el último suspiro, y pasados unos segundos continuo:
–Después del divorcio me toco vivir una etapa más bien borrascosa, y volví a instalarme en casa de mis padres con la esperanza de que conseguiría reflexionar tranquila sobre mi futuro. ¡Ingenua de mí! Como no podía ser de otro modo, mamá se encargó de hacerme la vida imposible. Entonces cometí algunos errores propios de la inexperiencia, que ya le aclaro, señora Siscart, que nada tenían que ver con el sexo, y le sobrevino el llanto y el crujir de dientes, pero nunca entonó el mea culpa por haberme hecho sufrir de aquella manera, era como si la cosa no fuera con ella. Siempre se encargaba de recalcarme que era una mujer ejemplar, que había enseñado a sus hijos a ir por la vida con la cabeza bien alta. Y decía a todo el que la quería escuchar: Esta hija mía no nos da más que disgustos, y eso que en casa siempre hemos sido gente de bien. La muy zorra me trataba como si fuera escoria de la sociedad, cuando ella no dudaba en fornicar con el taxista, si el cuerpo le pedía un revolcón rápido, en el asiento trasero de aquel Seat mil quinientos de color blanco. Y si se trataba de saciar sus apetitos sexuales con un ritual más elaborado, se iba al club de tenis en busca de un individuo ocioso que se pasaba el día consumiendo cubatas y levantando la raqueta de vez en cuando, mientras papá…En fin, para que seguir. Así era mamá, nos oprimió bajo sus tentáculos de pulpo gigante, hasta que envejeció. Pensaba que nunca tendríamos fuerza suficiente para plantarle cara. Y como puede ver no ha sido así, mi hermana, Inés, ni siquiera ha querido venir.
En aquel momento se abrió la puerta de la habitación, era la cuñada de Carmen acompañada de un sacerdote:
–¡Miriam no pensaba encontrarte por aquí! –exclamó sorprendida la recién llegada.
–Ni yo tampoco creía que iba a venir, tía Pepita –respondió mientras se secaba las lágrimas con un pañuelo.
Y luego, la cuñada, dirigiéndose a mí me preguntó:
–¿No le parece, señorita, que hoy respira peor que ayer?
–Puede ser –afirmé–, empiezan a aparecer las consecuencias del tratamiento establecido.
–Ya le dije, padre, que la cosa estaba muy mal –le anunció Pepita al cura–, así que proceda como considere oportuno.
Pero entonces la mirada vengativa de Miriam cruzó el rostro de su tía, y rabiosa como una hiena herida le preguntó:
–¿Pretendes salvar su alma?
–Solo trato de ofrecerle el auxilio de Dios.
–No entiendo por qué, si ya lleva años condenada…
–Los caminos del Señor son inescrutables –le interrumpió el sacerdote–, y…
Miriam se volvió, clavó los ojos encendidos de ira en su cara, y le soltó:
–Mire, padre, contarnos esas patrañas debe ser más fácil que darnos una explicación real de las cosas, que en este caso es simple y sencilla. Si Dios existe y es misericordioso, le aseguro que ni usted ni toda su congregación, orando a tiempo completo por el alma de mi santa madre, lograrían salvarla del fuego eterno.
Y sin esperar respuesta cogió su bolso, colgado en el respaldo de la silla, y se marcho.
Dos días más tarde, Carmen murió.
Mi amiga, que había escuchado mi relato con atención, añadió:
–Nuestras madres son hijas de la guerra y de la postguerra y no te quepa duda, Helena, que esto debió de marcarlas. ¡Será posible! Después de escuchar tanta crueldad, puede que me vuelva más tolerante con mamá, que al fin y al cabo me dejaba al cuidado de mis hermanos porque tenía que trabajar y no para largarse a lucir el palmito.
–Entonces –bromeé–, ¿ya le has comprado el collar de perlas?
–Sí, seguro, cultivadas –respondió mi amiga.
Y entre risas, vimos que ya había parado de llover y nos decidimos a abordar de nuevo la calle.
María Bastitz