TERCERA PARTE
Tatiana, que
lloraba sin consuelo, cogió el
móvil y llamó
a Fernanda para
que fuera de
inmediato a casa
de su hermana
a recoger a
los niños, que
en cuanto la
vieron, cabizbajos y llorosos, no
pararon de decirle:
–Mamá
cuelga del techo
y está muerta.
Fernanda al
oírlo se estremeció
e interrogó a
Tatiana con una
mirada de espanto:
–Así es Nanda –le
contestó, con la
voz entrecortada por
sollozos de desesperación, que
al final se
convirtieron en un susurro –. Marieta se
ha suicidado.
–¡Santo
Cielo! –exclamó la criada
con el rostro
constreñido de dolor–,
que Dios, Todopoderoso,
se apiade de
su alma.
Y
las dos se
abrazaron entre lágrimas:
–Llévate
a mis sobrinos
a casa de
mis padres –insistió Tatiana–,
ya sé que
mamá va a
protestar, pero pon
la excusa que
quieras y no
les cuentes nada
de nada. Mientras
tanto me encargaré
de lo que
haya que hacer.
–Pero
¿qué hay que
hacer en un
caso así? –preguntó Nanda.
–No
lo sé, imagino
que no tocar
el cadáver –la muchacha
se frotó los
ojos para contener
el llanto–. Llamaré
al 012 y
seguiré instrucciones.
–¡Ay, Virgencita mía! –la
mujer se tapó
la cara con
ambas manos para
esconder su tormento–, te
has llevado a
Marieta ¡Y de la
peor manera!
–¡Señor! –exclamó
Tatiana–, había conseguido
saldar la deuda. ¿Por
qué has permitido
que ocurriera algo
así?
El
llanto de ambas
era cada vez
más intenso. Los
niños las miraban
sin saber qué
hacer:
–Llévate
a mis sobrinos,
Nanda y haz
lo que te he dicho.
Con
el cadáver de
su hermana pendiendo
de una de las vigas
del salón, Tatiana
llamó al servicio
de emergencias. Le indicaron que
iban a comunicar
lo sucedido a
los servicios competentes,
y que debía
de esperar, en
el lugar de
los hechos, la
llegada del juez y de
la policía. Tati,
abatida, se sentó
en uno de
los primeros peldaños
de la escalera
que conducía al
piso superior de
la casa y
allí se quedó
acurrucada sin conseguir
que se aplacara
su sufrimiento.
El
juez, acompañado de
un subinspector y
un oficial de los
mossos d’esquadra, tardó en
llegar, ordenó el
levantamiento del cadáver,
y la policía
interrogó a Tatiana.
Le indicaron que
a María había
que practicarle la
autopsia, y la
mandaron a casa
hasta que la
familia pudiera hacerse
cargo del cuerpo.
Media
hora más tarde,
la joven llegaba
al domicilio de
sus padres. Su
madre al verla
con el rostro
hinchado y enrojecido
le dijo:
–Tendrías
que cuidarte un
poco más, tienes
el cutis como
un pimiento asado.
Entonces
la joven se
abalanzó contra ella,
la empujó violentamente
hacia la pared
y gritó fuera
de sí:
–¡¿Y
tú como lo
consigues, madre?! – las lágrimas
le resbalaban por
las mejillas–. Te mantienes
estupendamente ¿eh? Parece
que a las
malas bestias les
sienta muy bien
joder a los
demás.
–¡Hija! ¡¿Qué estás
haciendo?! ¡¿Qué disparates dices?! ¡Suéltame! No te
lo voy a
tener en cuenta
porque parece como
si el diablo
te hubiera poseído.
Pero
Tatiana no hizo
caso, la mantuvo
en la misma
posición y sus
palabras alcanzaron un
tono que dañaba
los oídos:
–¡Ah,
claro! A tus años solo un
ungüento de Satán
puede ser responsable
de semejante resplandor.
Tati
ladeó la cabeza,
agarró a su
madre por la
blusa, la balanceó y
su cuerpo se
golpeó varias veces
contra la pared
del salón:
–¿Has
vendido tu alma
al demonio, madre?
–¡Qué
tonterías dices, solo
Dios es mi
guía! ¡Me haces daño!
Y la camisa
de Hermés acabará
destrozada con semejantes
arrebatos, –la señora Puigdevall
forcejeó para liberarse
de la opresión
de su hija,
que hacía caso
omiso a sus
ruegos–.¡Mi artrosis no lo soportará!
–No
menciones a Dios,
víbora insensata, y si
te duele te
aguantas.
–¡¿A
qué viene todo
esto?! ¡Déjame en paz!
–Marieta se
ha suicidado ¿sabes? Y
ahora está en
manos del forense.
–¡¿Qué
has dicho?! –preguntó, más
preocupada por escapar
de las manos
de su hija,
que por lo
que acababa de escuchar.
–Lo
que has oído,
mamá. Vosotros que
podíais no quisisteis
ayudarla, era la
oveja negra de
la familia, y
el Opus Dei
no te hubiera
perdonado que le
echaras una mano…
–¡Era
hija del pecado! –gritó.
–¿Del
tuyo, madre? –insistió Tatiana.
–¡Soy una
mujer decente!
–Pero
si acabas de
decirme que llevaste
al mundo a
una hija del pecado.
¿Qué ocurrió? ¿Papá no
era el padre
de María? Cuesta de
creer que una
mujer tan devota
como tú se dejara arrastrar
por la lujuria.
Acaso los de
la Obra querían
redimirte, y por
eso Marieta merecía
morir.
–¡¿Cómo te
atreves a hablarme
de este modo?!
Mal que te
pese soy tu
madre. ¡Y suéltame de
una vez!
–¡¿Quieres que
te suelte?! –Tati clavó
sus ojos humedecidos
en los de
la señora Puigdevall,
y con la
mirada inyectada de ira
le espetó:–Pues de
aquí no vas
a escapularte hasta
que me cuentes
el por qué
de tanta indiferencia
con la pobre Marieta.
–Forma
parte del pasado y
no pienso…
–¡No
piensas! ¡No piensas! –le interrumpió–,
¡¿no sé qué
pretenderás ahora que
te has decidido
a pensar?! ¡Pero
de aquí no
te mueves!
Y
volvió a lanzarla
contra la pared.
La
señora Puigdevall, cansada de
intentar escapar, sin conseguirlo, de
la agresión de
su hija, cedió
a sus pretensiones
y murmuró:
–Tu
padre y Nanda
siempre han sido
amantes.
Tatiana
palideció, se mordió
el labio inferior,
como lo hacía
siempre que recibía
una noticia imprevista,
y soltó lentamente
a su madre
a la vez
que le decía:
–Lo
más conveniente sería
que me contaras,
de una vez
por todas, la
verdad.
La
señora Puigdevall, no se hizo
rogar:
–Era
un día de
verano de 1982,
cuando descubrí a tu padre
y a Nanda
retozar como animales,
en el desván
de nuestra casa
de Tamariu. Le hacía
el amor como
nunca lo había
hecho conmigo…
–No me
extraña madre, porque
veo difícil que
seas capaz de
despertar pasión en un hombre. Pero
esto –se exaltó– ¿qué
tiene que ver
con Marieta?
–Como
comprenderás –le respondió,
sin que en
sus ojos apareciera
una sola lágrima–, nunca
rechacé mis obligaciones
matrimoniales, mi conciencia cristiana no me lo permitía, y nueve
meses después de
una noche en
que mi furor
uterino me exigía
sexo, nació María.
–¿Sexo
con papá?
–Por
supuesto, yo solo
concibo esa clase
de cosas dentro
del matrimonio. Claro
que él estaría
pensando en Nanda,
por eso nunca
pude querer a
María como una
verdadera hija.
En
aquel momento la
puerta del salón
se abrió y
Néstor Puigdevall, con
el rostro abatido,
entró y se
dejó caer en un butacón.
Tatiana le dijo:
–¡Papá…!
Pero
él, que preso
de la incredulidad,
no paraba de
negar con la
cabeza le respondió:
–¿Cómo
Marieta ha podido
hacer una cosa
así?
–¡Ves
lo que te
decía, Tatiana! –gritó la
señora Puigdevall–, esa
Nanda ha tenido que
correr a contárselo.
¡Maldita furcia! Siempre quise
echarla de esta casa. Sobraba y sigue sobrando, pero
el mentecato de
tu padre
me lo impidió.
Entonces,
Puigdevall se levantó,
y con voz
sorprendentemente serena, dada la situación, se
encaró con su
mujer:
–No,
querida, acabo de
encontrarme a nuestros
nietos en el
jardín y me
lo han explicado
todo, nuestra hija
María ha muerto
en circunstancias dramáticas,
y desde este
momento tendré que
cargar con esa
culpa en mi conciencia, porque
yo quise ayudarla…
Néstor
golpeó violentamente la mesa, con
el puño cerrado
y gritó:
–Y tú me
lo impediste –conturbado frunció el
entrecejo–, amenazándome con
hacer público mi
amor clandestino por
Nanda, que durante
todos estos años
me ha hecho
feliz, porque créeme,
querida, a ti no hay
quién te aguante.
Soy culpable de
la muerte de mi hija
por haber cedido
a tus exigencias.
Pero llegados a
este punto, si alguien
sobra
en esta casa
eres tú. Así que te ruego
que te marches.
–¿Acaso
crees que voy
a arriesgar mi
patrimonio? –respondió con sorna
la señora Puigdevall.
Tatiana,
que atónita había
permanecido en silencio, de repente,
gritó:
–¡El
cuerpo de Marieta
está en el
instituto Anatómico Forense
y tú, madre,
solo te preocupas
de tus bienes!
–¡¡¡Largo
de esta casa,
querida!!!–bramó Néstor–, y
mis abogados ya se ocuparan
de lo demás.
–Te
exigiré la mitad
de tu fortuna.
–¡Vete
al diablo!
. .
.
Los días
habían pasado, los
padres de Tatiana
iniciaron los trámites
de divorcio y
Marieta descansaba en
su última morada,
el panteón familiar
de los Puigdevall
en el cementerio
del Poble Nou de
Barcelona. Tati, que
había decidido regresar
a Nueva York
después del verano,
no podía olvidar
aquel trágico momento
en que encontró
a su hermana
con una soga
en el cuello
colgada de una
de las vigas
del salón de
su casa, y
acudía con frecuencia
a visitarla para
contarle en silencio
todo lo que
habría querido decirle
mirándole a los
ojos. Pero aquella
soleada mañana llegó
al cementerio con
tres rosas en
la mano, las
depositó encima de
la lápida de
la tumba, a los pies del ángel
de mármol, que
la adornaba y
velaba el sueño
eterno de su
hermana, y susurró:
–La
blanca es para ti, Marieta,
que no fuiste más
que la víctima
inocente de unos
buitres carroñeros que,
movidos por la
avaricia, no pararon
hasta quitarte la
vida. Esta roja es
para todos aquellos
que un día
creyeron en la
libertad, y en la democracia,
y murieron por
su causa. Y la otra
–Tatiana se agachó
y cogió la
segunda rosa roja
y empezó a
desojarla mientras mencionaba,
cada vez que le
extirpaba un
pétalo y lo
dejaba caer encima
del panteón, a quienes iba
dedicada:–A los que
perdieron su vivienda
por culpa de
las hipotecas basura,
las hipotecas flexibles
o cómo diablos
quieran llamarlas e
incapaces de seguir
adelante, encontraron en
el suicidio su única salida.
A los afectados
por las primas
preferentes, que depositaron
su confianza en
banqueros codiciosos con
la intención de
que les gestionaran
los ahorros de toda
una vida y se
encontraron con que
lo habían perdido
todo, y en
su desesperación, prefirieron
morir con honor
que vivir mendigando.
Todos ellos, descansen
en paz.
MARÍA BASTITZ