Resulta que, a menudo, empleamos adjetivos como anticuado, pretérito, rancio y hasta el galicismo demodé para identificar aquellas tendencias y costumbres que ya han caído en desuso. Y en muy pocas ocasiones un calificativo por el que siento un cariño especial, atávico, que proviene del vocablo atavismo y, que según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, es la tendencia a imitar o a mantener formas de vida y costumbres, arcaicas. Una vez aclarado este punto, díganme ¿existe institución más atávica que la monarquía? Si he de serles sincera, estoy convencida que no.
Claro que, últimamente, la Casa Real Española nos quiere ofrecer una imagen de extrema modernidad al claudicar ante los matrimonios morganáticos de sus miembros. Pero entonces resulta que por culpa de la nuera, que no lleva con dignidad su condición de “florero real” y en lugar de acompañar a su príncipe para impregnar glamour a los actos a los que asiste, al más puro estilo Carla Bruni, exhibe figura esquelética, múltiples cirugías estéticas, moda low cost, a fin de que creamos que la crisis también le afecta y, por añadidura, habla cuando debería de callar. A la vez que va por ahí alimentando la quimera de que cualquiera puede ser princesa. Y créame, señora, porque nunca la voy a llamar Alteza, no sé, ni tampoco me interesa, cómo se ha llevado usted el gato al agua. Pero para no crear falsas expectativas a adolescentes y jóvenes soñadoras, le diré que ha tenido mucha suerte de casarse con el heredero y de seguir estando donde está, porque en lugar de generar simpatías y una mayor adhesión a la Corona, fomenta el espanto de muchos de los súbditos de Su Majestad.
Y el yerno ¡ay el yerno! Este es harina de otro costal. Se le acusa de meter mano en la hacienda pública adueñándose de cifras que llevan excesivos ceros a la derecha, para seguir el ejemplo de lo que decía Napoleón: S’il est grand, il est bon. Y habrá que ver si no les hunde el negocio a sus reales suegros.
Así las cosas, erase una vez una princesa de rubios cabellos y escasos encantos, salvo aquellos por todos conocidos, ligeramente oronda, que un día cruzó el océano para viajar a Atlanta, donde se celebraban unos Juegos Olímpicos, y apoyar al equipo español. Ya en tierras americanas conoció a un jugador de balonmano que la cautivó. El joven se llamaba Iñaki y tenía novia de buen ver, pero desde que apareció en su vida aquel “bombón real” prefirió cambiar belleza por reconocimiento social y de regreso a España, al reencontrarse con la infeliz de su prometida, le dijo: Mira nena, si te he visto no me acuerdo y dio por zanjado el asunto. Y como la suerte de la fea la guapa la desea se dedicó a cortejar a la hija del Rey.
Llegó la petición de mano y Sus Majestades respiraban tranquilos porque su hija no se quedaba para vestir santos. Poco importaba que su marido tuviera la sangre menos azul que el cielo de la noche: la niña se nos casa –se decían. Y así sucedió, una soleada mañana de octubre, en la catedral de Barcelona.
Como Don Juan Carlos no pensaba, mientras su hija daba el sí quiero al espabilado de Iñaki, que años más tarde y por su culpa, le tambalearía el trono, le ennobleció con el título de Duque de Palma. Y aunque de casta no le viniera al galgo, Cristinita se sentía dichosa, que a fin de cuentas es lo que más debe importarle a un padre. Se quedaron a vivir en Barcelona, donde la princesa trabajaba en la La Caixa, gracias a los buenos oficios de papá, el Rey, con su presidente, Isidre Fainé, que según he leído, hoy en día le siguen reportando un beneficio de 90.000 euros anuales. Iñaki dejó el balonmano ¿Para qué seguir jugando? Ahora era el marido de una infanta de España. Vivían en un piso de la avenida Diagonal, que pronto se les quedó pequeño con la llegada de los primeros hijos, y se trasladaron a un “chalecito” de la calle Pere II de Montcada en el elitista barrio de Sarriá, muy cerca del Monasterio de Pedralbes. Y aunque eran felices y comían perdices, a partir de este momento las cosas empezaron a complicarse.
Como Don Juan Carlos no pensaba, mientras su hija daba el sí quiero al espabilado de Iñaki, que años más tarde y por su culpa, le tambalearía el trono, le ennobleció con el título de Duque de Palma. Y aunque de casta no le viniera al galgo, Cristinita se sentía dichosa, que a fin de cuentas es lo que más debe importarle a un padre. Se quedaron a vivir en Barcelona, donde la princesa trabajaba en la La Caixa, gracias a los buenos oficios de papá, el Rey, con su presidente, Isidre Fainé, que según he leído, hoy en día le siguen reportando un beneficio de 90.000 euros anuales. Iñaki dejó el balonmano ¿Para qué seguir jugando? Ahora era el marido de una infanta de España. Vivían en un piso de la avenida Diagonal, que pronto se les quedó pequeño con la llegada de los primeros hijos, y se trasladaron a un “chalecito” de la calle Pere II de Montcada en el elitista barrio de Sarriá, muy cerca del Monasterio de Pedralbes. Y aunque eran felices y comían perdices, a partir de este momento las cosas empezaron a complicarse.
La princesa recibía los emolumentos que le correspondían por representar a la Monarquía en diversos actos, y los pingues dividendos de La Caixa. Urdangarin no trabajaba, tenían cuatro hijos y se habían instalado en una casa valorada en seis millones de euros. Echen cuentas y verán. Seguro que Cristinita confiaba que en La Caixa le enseñarían a hacer malabarismos financieros, si se tiene en cuenta que, junto con otros bancos, se han quedado con los ahorros de muchos de nuestros jubilados gracias al bochornoso asunto de las Primas Preferentes. Todos conocemos a alguien que un día acudió a una de sus oficinas, con la intención de contratar un plazo fijo, y salió de la entidad con un producto intoxicado en su cuenta.
Pero la cuestión llegó mucho más lejos, y Urdangarin se vio involucrado en el caso Palma Arena, donde utilizó su condición de miembro de la Familia Real para favorecer turbios negocios que le permitían lucrarse a costa del erario público. Su Majestad lo envió a Washington, con su mujer y la prole a fin de que, con el océano de por medio, se calmaran los ánimos crispados de los españoles.
Mientras tanto, el heredero del trono se quejaba de que su cuñado había atizado tal mandoble a la institución monárquica, que si de esta no lograba levantarse, no se sentiría con fuerzas para soportar la cólera de su mujer, que después de tantos esfuerzos como los que empleó en cazarle ¡todo el gozo en un pozo! Solo llegaría a ser reina en el exilio, además de poner en entredicho el futuro de su familia y el bienestar de sus hijas.
Como si él le hubiera hecho un favor a la Monarquía casándose con quien no debía. Porque si quería libertad para elegir a su esposa, hecho que hasta entonces era un privilegio propio del pueblo, nadie podía negársela, pero debía de haber abdicado. Claro que por Eva Sannun, de cuerpo escultural y medidas que quitan el hipo, todo el mundo lo habría entendido pero…En fin, para gustos se hicieron los colores.
Como si él le hubiera hecho un favor a la Monarquía casándose con quien no debía. Porque si quería libertad para elegir a su esposa, hecho que hasta entonces era un privilegio propio del pueblo, nadie podía negársela, pero debía de haber abdicado. Claro que por Eva Sannun, de cuerpo escultural y medidas que quitan el hipo, todo el mundo lo habría entendido pero…En fin, para gustos se hicieron los colores.
Y en diciembre, el Rey, en su tradicional discurso de Navidad, dejó claro que había expulsado al yerno de su Casa cuando nos dijo: La justicia ha de ser igual para todo el mundo. Los medios de comunicación acosaban al duque de tal modo, que un día al salir de su domicilio arrancó a correr para huir de los periodistas y las cámaras que le esperaban. Mientras tanto la infanta se desahogaba, detrás de un expositor de patatas fritas, en un supermercado de la capital de los Estados Unidos de América, con una reportera de televisión, y le decía: Lo que quiero es que me dejen vivir tranquila. El asunto tiene narices, pues con el dinero de los demás debe ser fácil, señora. Seguro que los cinco millones de parados que tenemos en España desean lo mismo.
Este fin de semana, en Palma de Mallorca, Iñaki ha declarado ante el juez. Llegó al juzgado por su propio pie, el pueblo cabreado lo acompañó en el camino, y le brindó una sinfonía de gritos e insultos donde chorizo, chorizo era la expresión más recurrente. Sus manifestaciones han sido tan poco reveladoras y salpicadas de evasivas y olvidos que el magistrado llegó a espetarle en la cara: Para decir esto habría sido mejor que no hubiera venido a declarar. Y el marido de la infanta se defendió cargándole el muerto a su socio, Diego Torres, y alegó que desconocía que hubiera una trama de empresas para blanquear el dinero. También quiso dejar claro que Cristinita solo tuvo un papel meramente testimonial. Y yo me pregunto ¿será que la princesa es daltónica y confundió los billetes de quinientos euros con los de cinco a causa del color? O tal vez al no ver la esfinge de papá, el Rey, creyó que eran estampitas de San Judas Tadeo, patrono de los negocios.
Amigos lectores, a mi entender, tan culpables son él como ella. Uno por hacerlo y el otro por consentirlo, pero ahora resulta que Cristinita, según la información vertida el pasado viernes por la mañana en la cadena RAC-1, emisora de radio del Grupo Godó, odia la vida que lleva en Washington, y a petición de Su Majestad, podría divorciarse de Urdangarin. Pero como está convencida de que los españoles no la queremos, le resultaría ingrato regresar, y desearía llevar una existencia discreta en París o Londres.
De ser verdad ya lo saben, a vivir que son dos días, porque aunque la institución sea atávica, el comportamiento poco honorable de sus miembros es propio de nuestros tiempos. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Señores les invito a la reflexión.
Buenas noches.
MARÍA BASTITZ