Capítulo Decimosegundo
Si la muerte de Paloma me había dejado hecha trizas, viendo el comportamiento de Arístides no sabía a qué atenerme. ¿Qué razones podía tener alguien que el primer día de viaje nos dijo que había trabajado de aparejador hasta que lo jubilaron, para que una tarde se viera en la necesidad de visitar a hurtadillas la embajada de España en Nueva Delhi, sin que nada aparente le hubiera sucedido?
Internet me acababa de confirmar que la dirección que le dio al taxista aquella tarde en que salió del hotel Hilton Garden a toda prisa en un vehículo público, no era otra que la de la legación española en la capital de la India.
Y para espesar, más si cabe, mis ideas, le había visto interrogar a Alberto como si se tratara de un inspector de la brigada criminal, y azuzaba a la policía de Jaipur para que practicaran la autopsia a la difunta. Y por si no había sido suficiente todo lo que había visto hasta entonces, Martínez fue con los agentes hasta la suite de la tragedia y no quiso que les acompañara. Entonces decidí regresar con el resto del grupo.
Al entrar en el salón, lo primero que hice fue fijarme en el viudo, que sentado en un sofá, daba la impresión de estar destrozado, y a simple vista creí adivinar que su mente había perdido la sintonía con el cuerpo, que la mullida tapicería de su asiento parecía querer absorber. Era como si estuviera en otra órbita y la cosa no fuera con él. Los demás demostraban una exaltación poco corriente, que dadas las circunstancias no tenía nada de particular, y María le preguntaba al guía:
–Ram ¿sabes cuándo podremos reemprende el viaje?
–No tengo ni idea.
–Pero bueno –añadió Gloría– ¿Tú debes conocer lo que hay que hacer en casos como este?
–¡¿Yo?! –respondió el guía–, pues ni idea saben, tienen que comprender que a uno no se le muere un viajero todos los días.
–Ya, aunque en este país…
–Como en cualquier parte del mundo, María –le interrumpió Ram–, siempre que se encuentra un cadáver, se actúa según la legislación vigente. Viene la policía, el juez y quien sea necesario.
Cuando, tanto María como Gloría parecían dispuestas a asumir la situación, Mariola espetó:
–Aquí nadie sabe nada y encima hay que aguantar a Arístides, que ahora parece tener alma de Sherlock Holmes, y todo el rato anda detrás de la policía diciéndoles lo que tienen que hacer.
Con todo aquel ajetreo, apenas me había fijado en ella y acababa de darme cuenta de que era la primera vez en todo el viaje, que no iba cuidadosamente maquillada. Claro, me dije a mi misma, por fin ha logrado acostarse con papá y ya puede prescindir de la estética matutina. Aunque viendo la cara de mi padre, o bien la noticia de la defunción de Paloma le había dejado en estado catatónico o su noche de amor con aquella lagarta no había sido, precisamente, para lanzar cohetes de felicidad, porque ni tan siquiera le dirigía la palabra, y cuando ella le dijo:
–Necesito tomar algo.
La miró indiferente y le contestó:
–Ya sabes dónde está la cafetería.
Era como si las miradas apasionadas y los besos furtivos, con los que nos habían obsequiado hasta entonces, se hubieran perdido en un agujero negro después de aquella noche de amor o quizá de desamor.
Pero en aquel momento el inspector de la policía de Jaipur, acompañado de Martínez entró en la sala. Mariola que se había levantado para ir al bar, olvidó sus ganas de beber y se sentó de nuevo. Todos escuchamos atentamente lo que el representante de la ley nos hizo saber:
–Señores, lamento tener que comunicarles que mis superiores consideran oportuno practicar la autopsia a la difunta. Por tanto deberán permanecer en el hotel hasta nueva orden.
Mariola hizo un movimiento brusco, parecía querer decir algo pero se contuvo, y en sus labios se dibujó una mueca de desagrado. Al resto del grupo, que hacía escasas horas habían prometido a Alberto que no le abandonarían en la desgracia, ya les empezaba a preocupar que tanta demora en Samode diera al traste con el viaje a Agra y nos quedáramos sin ver el Taj Mahal.
Mientras tanto el viudo continuaba sentado en el sofá, con los ojos cerrados, transpuesto y obnubilado. Cuando el policía le requirió para que firmara la autorización del traslado del cadáver de su mujer al Instituto Anatómico Forense, o cómo diablos se llamara a aquello en Jaipur, hubo que darle un par de sacudidas en el hombro a fin de que reaccionara.
Claro que yo imaginaba que la perorata que nos soltó Mahatma Takur para explicar el asunto de la autopsia no era más que una justificación, porque mientras estaba en la suite de Paloma buscando pruebas, Arístides le debió de traducir lo que explicaban aquellos papeles que le había mostrado poco después de su llegada, asegurándole:
–Autopsy will be necessary.
Mientras Takur intentaba darnos toda clase de explicaciones, sin revelarnos nada, lo cual requiere un arte que no hay que negar que la policía domina con gran habilidad, llegó el juez, un hombre de apariencia insignificante, que en caso de calificarle por su aspecto externo, lo mismo podía formar parte de la judicatura del país que dedicarse a la venta de relojes. De baja estatura y pelo canoso, vestía un pantalón de franela gris, una camisa de manga corta amarillo pálido, y en la mano llevaba un maletín marrón. El inspector y sus hombres le acompañaron hasta la habitación de la finada, mientras Martínez se quedaba con nosotros:
–Dime, Arístides –quiso saber Mariola–, tú que has estado con ellos ¿por qué razón quieren practicarle la autopsia?
–Creo que la respuesta es obvia –le contestó–, para averiguar las causas de la muerte.
–¿Y no podían ser naturales? –insistió.
–Por supuesto que sí.
–¿Entonces? –preguntó mi padre.
–Veréis –mintió Martínez–, yo solo puedo contaros lo que les he oído decir, que tampoco ha sido mucho, pero parece ser que a esta gente les gusta investigar a fondo los decesos inesperados.
–No debías de haber autorizado la autopsia –sentenció Mariola mirando inquieta a Alberto.
–¿Por qué no? –respondió este haciendo un esfuerzo por recuperar el ánimo–, acabo de perder a mi mujer, a la que quería con toda mi alma, y estoy ansioso por conocer las causas de tan inexplicable muerte.
Arístides le miraba con una expresión extraña en el rostro, y como ya era habitual en él, pasó la mano por su cabello blanco y lacio dejando que el aroma de colonia Floid impregnara nuestros sentidos. Finalmente, y con actitud reflexiva, se acercó al viudo y le dijo:
–Sé que en estos momentos de tan profundo dolor, es difícil tomar ese tipo de decisiones, pero no le quepa duda de que su desafortunada esposa sabrá agradecérselo.
–Por ella lo haría todo –respondió Alberto.
–¡Claro! ¡Claro! –intervino Gloria–, pero mientras tanto nosotros seguimos retenidos aquí como si tuviéramos algo que ver con su muerte.
–Has dado en el clavo, amiga mía –afirmó Martínez–, porque si la autopsia revela que la señora Camps no murió por causas naturales, todos nos convertiremos en sospechosos de asesinato.
–¡La que faltaba! –exclamó Mariola mientras no paraba de airearse con un abanico hortera, de aquellos que compran los turistas, con una piel de toro pintada en negro y un I LOVE SPAIN escrito en letras grandes.
Luego clavó sus ojos en los del viudo y añadió:
–Comprendemos tu dolor pero si nos hubieras ahorrado este trámite, ahora ya estaríamos camino de Agra.
Era evidente que el aire cálido de la primera noche del año, había arrancado del alma de Mariola su lujuriosa manera de proceder, pues al igual que con mi padre, también dejó de prodigar a Alberto las insinuantes miradas a las que nos tenía acostumbrados.
Entonces, Martínez nos aclaró algo que yo ya hacía rato que sabía:
–Con o sin el consentimiento del desdichado marido de la difunta, la autopsia igualmente se habría practicado.
En aquel momento, a través de la puerta entreabierta del salón pude ver que el juez se marchaba del Samode Palace, y la policía sacaba el cadáver de Paloma envuelto en una funda de plástico.
Papá que ya llevaba tiempo en silencio, se levantó de su asiento y se acercó a Arístides:
–Veamos, Martinez –le empezó diciendo–, si mal no recuerdo nos dijiste que fuiste aparejador hasta que te jubilaron, así que te ruego que dejes de jugar a policía aficionado.
Por lo visto, desde que mi padre llegó a la India se había propuesto hacer el ridículo. Primero comportándose como un adolescente tardío tonteando a todas horas con la estúpida de Mariola, y ahora increpando a Arístides. Si le hubiera visto interrogar a Alberto tal como lo había hecho yo, no se le habría ocurrido decir semejante tonteria, porque a aquellas alturas del asunto yo ya estaba convencida de que Martínez nos había mentido en lo referente a su profesión. Podía haber sido diplomático, inspector de policía, investigador privado, espía…pero no aparejador.
Entonces, Arístides clavó sus ojos en el rostro de papá y con absoluta tranquilidad le contestó:
–Existe un viejo proverbio chino que dice: “Tanto da que el gato sea blanco o negro, lo importante es que cace ratones”
Continuará…
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