Capítulo Segundo
El guía nos hizo saber que el grupo ya estaba completo. Al parecer los del Club de los Impares, que viajaban con el mismo operador, y que al llegar a Nueva Delhi eran mucho más numerosos, no venían con nosotros. Pero ni Paloma, ni yo nos preocupamos por ellos. Mariola, azorada, preguntó:
–¿Llevabais mucho tiempo esperando?
–No –respondió papá.
–Es que ya empezaba a perder los nervios, porque mi maleta ha sido de las últimas en pasar por la cinta.
–No te preocupes mujer –insistió mi padre.
–¡Claro! –añadió María–, cuando se viaja siempre surge algún contratiempo.
–Gracias por comprenderme.
Enseguida me di cuenta que trataba de hacerse la simpática pero había algo extraño en ella. Y supongo, que contrariamente a lo que hubiera deseado, Martinez no le sacaba la vista de encima Salimos del aeropuerto. Papá y yo hablábamos con Alberto y su mujer, y ella tardó poco en unirse a nosotros. Pero no tuvimos tiempo de decir gran cosa porque enseguida llegamos al microbús. Fue entonces cuándo Arístides se interesó por su situación:
–¿Viaja usted sola, señorita?
Ella le miró, como si se tratara de un bicho raro, pero le contestó amablemente:
–Desde el pasado verano que llevo una vida demasiado estresada, he trabajado al límite de mis fuerzas y créame, además de un cambio de aires, necesitaba encontrarme a mi misma.
–La soledad deseada –sentenció Martínez poniendo tal énfasis en sus palabras que parecía el oráculo de los dioses– es un buen remedio para liberar tensiones. El problema viene… –hizo una breve pausa–, cuando es impuesta.
Al escucharlo, mi padre me dio un golpe con el codo y me susurró en voz baja al oído:
–El viejo ya se está buscando plan.
Pero si eran estas sus intenciones, Mariola se lo dejó bien claro:
–En mi caso, amigo mío, es anhelada.
En aquel momento miré el reloj, marcaba las tres de la mañana. Con el cambio horario y los retrasos en el vuelo, llevaba muchas horas sin dormir y como en el avión no había logrado conciliar el sueño, los párpados me pesaban y los ojos se me cerraban, a pesar de mis esfuerzos por estar atenta al paisaje urbano. Pero desde el aeropuerto hasta el hotel Hilton Garden, Nueva Delhi era una ciudad a oscuras, y a parte de observar que se circulaba por la izquierda, legado de la colonización inglesa, solo pude distinguir, somnolienta y entre tinieblas, algunas construcciones esperpénticas y varias personas durmiendo en las calles.
Cuando llegamos al hotel, rápidamente nos adjudicaron las habitaciones. El muchacho del tour operador nos indicó que el guía, que nos acompañaría durante todo el viaje, nos esperaría en recepción a las ocho y media de la mañana, y un empleado del establecimiento informó de que el desayuno se serviría en el restaurante del primer piso a partir de las siete.
Papá y yo, al igual que el resto del grupo, nos instalamos en la habitación lo más pronto posible, pues nos quedaban pocas horas para dormir.
-:-
A la mañana siguiente nos encontramos en el restaurante. Nuestro aspecto delataba una fatiga intensa, a excepción de Mariola, que en tan poco tiempo parecía que se hubiera practicado un lifting rejuvenecedor. Supongo que había sustituido sus gafas por lentillas e iba cuidadosamente maquillada.
Mi padre y yo, nos sentamos en la misma mesa que Gloria y Antonio para desayunar, y todos empezamos a desfilar por el buffet repleto de especialidades del país, de extraño sabor y excesiva condimentación para el paladar extranjero, y pocos platos de cocina occidental.
Mientras esperaba que se me acabara de tostar una rebanada de pan, vi como Alberto subía los dos peldaños que separaban aquella muestra de productos gastronómicos del resto del comedor y se cruzó con Mariola, que con el plato lleno se disponía a descenderlos. Al verle a tan corta distancia, le cogió suavemente por el brazo y le soltó un buenos días acompañado de una sonrisa de oreja a oreja, a lo que él respondió simplemente, hola e inclinó ligeramente la cabeza. Paloma, sentada en la mesa, no se perdía detalle.
Después fuimos en busca del guía, que a la hora en punto nos esperaba en recepción. Se llamaba Ram, y enseguida nos hizo subir a un microbús color naranja, que a pesar del prestigio que el tour operador tiene en España, era una autentica chatarra. Las mordazas estaban estropeadas y perdía líquido de freno, y cuando el conductor se veía obligado a frenar hacía un ruido espantoso, lo que exigía parar cada cierto tiempo para reponer el líquido perdido y continuar circulando. En realidad aquellas paradas inoportunas, junto con la espesa niebla matinal, que envuelve la ciudad a causa de la elevada tasa de contaminación impidiendo que brille la luz del sol, me fueron de maravilla para dormir un poco. Mientras tanto papá se agitaba nervioso en su asiento y Mariola no le quitaba el ojo a Alberto, que de vez en cuando también echaba alguna cabezadita. En estas condiciones, llegamos al Fuerte de Chittogarh, una ciudadela en ruinas, que fue edificada por el imperio Maurya[1], en cuyo recinto se encuentra la torre de la Victoria ,
decorada con infinidad de elementos de la iconografía hindú como imágenes de dioses, estaciones del año…etcétera. Construida por el emperador Rana Kumbha para conmemorar su victoria sobre los ejércitos de Malwa[2] y Guayarat[3].
decorada con infinidad de elementos de la iconografía hindú como imágenes de dioses, estaciones del año…etcétera. Construida por el emperador Rana Kumbha para conmemorar su victoria sobre los ejércitos de Malwa[2] y Guayarat[3].
Acabada la visita, volvimos a montarnos en aquel bus desastroso para regresar a Nueva Delhi. Y como estaba ya más despejada, y gracias a la lentitud de la circulación, no se me escapó detalle de lo que veía a mi alrededor. Aquella era una ciudad abrumadora, en algunas zonas parecía que había recibido la sacudida de un terremoto y nadie se había dado cuenta. Familias enteras vivían en la más absoluta indigencia, entre los escombros, como si hubieran perdido su condición de seres humanos degradados en medio de la inmundicia. No tenían ni agua, ni luz, la basura y los excrementos de animales se amontonaban a su alrededor.
Mientras nos dirigíamos al Jama Masjid, tuvimos que bajar del autocar a causa del caos circulatorio, que facilitaba que andando llegáramos antes a la mezquita. Y de pronto, nos encontramos sumergidos en medio del bullicio del viejo Delhi. Una especie de maraña de callejuelas, con las aceras abarrotadas de mendigos, leprosos, puestos de fruta y carne. Y para colmo, antes de alcanzar la escalinata que conducía al templo tuvimos que cruzar un mercado de ropa usada y animales, donde las cabras, los búfalos y algún que otro elefante, campaban a sus anchas.
Sorteados todos los obstáculos, por fin llegamos al Jama Masjid o mezquita del viernes, que también fue construida por el emperador Shah Jahan, y es una mezcla de estilos mogoles e hindúes. Del techo emergen tres cúpulas de mármol blanco y negro, cuyos extremos están decorados con incrustaciones de oro y flanqueadas por dos minaretes. Es el principal centro de culto de los musulmanes en la capital del país. Como siempre en estos casos, tuvimos que descalzarnos, y las mujeres cubrirnos la cabeza, pero además nos invitaron a ponernos una especie de guardapolvos floreados encima de los abrigos. Paloma y yo, que llevábamos una parka gruesa y no estábamos dispuestas a quitárnosla para sustituirla por aquel harapo cochambroso y pasar frío, nos la anudamos con las mangas a modo de peinador, y afortunadamente a los guardianes de la casa de Alá no les pareció una falta de decoro.
En la inmensa explanada que se debe cruzar para llegar a la entrada, todo el mundo filmaba y hacía fotos, y Martínez se entestó en fotografiar a Mariola desde todos los ángulos posibles:
–Y ahora, amiga mía, una de frente.
–Pero Martínez –protestaba ella–, ¿por qué te empeñas en retratarme con esta especie de batita tan horrorosa?
Pero él, impertérrito, insistía:
–Venga, ahora este lindo perfil, que quiero llevarme un recuerdo tuyo a España.
Mariola posó de mala gana y afirmó:
–La sesión ha concluido, ya dejaré que me fotografíes la noche de Fin de Año, que al menos llevaré una ropa con más glamour.
–¡Ay! amiga mía –concluyó Arístides–, ya sé que aquella noche serás la más elegante del grupo, pero quiero tener un recuerdo tuyo de todos los días del viaje.
Entonces se alejó rápidamente para evitar que Martínez y su cámara le volvieran a acosar, y se acercó a mi padre que estaba filmando la miseria humana que se divisaba desde aquel lugar privilegiado, mientras que yo contemplaba la escena a escasos metros, y no acababa de creerme lo que veía. Con toda desfachatez colocó un papel en el bolsillo trasero de los vaqueros de papá, que se volvió enseguida y forzó una sonrisa azorada. Al ver que yo me había dado cuenta de la maniobra, dijo con voz lo suficientemente alta para que me enterara:
–Perdóname Carlos, he visto como se te caía cuando has cambiado la memoria de tu cámara de filmar.
–Gracias –respondió papá confuso.
–De nada, voy a ver la pisada de Mahoma[4]
Mientras tanto, Gloria y Antonio, María y Paco y Paloma y Alberto, paseaban por la explanada.
Continuará…
[1] Fue el primer gran imperio unificado de la India. Dominaba todo el Norte y centro del país y algunas regiones de Afganistán y Pakistán.
[2] Región del Noroeste de la India en el estado Madhya Pradesh.
[3] Región limitado al Noroeste por la frontera del Pakistán y al Norte por el estado de Rajasthan.
[4] La mezquita contiene algunas reliquias del profeta, tales como un pelo, una sandalia y la huella de una pisada