Capítulo Decimotercero
Después de la enigmática respuesta que Arístides le dio a mi padre, todos nos quedamos consternados. El viudo abrió los ojos como platos y abandonó su estado permanente de embotamiento mostrándose más receptivo a todo lo que sucedía a su alrededor. Mariola miraba al supuesto aparejador con perplejidad y hasta María tuvo que recurrir al abanico de la piel de toro y el I LOVE SPAIN, que su propietaria había abandonado encima de la mesa, para airearse.
Martínez nos hizo saber que se iba a dar un paseo por el jardín y yo, por supuesto, corrí tras él.
Al cruzar la puerta que unía la recepción del Samode Palace con el salón donde nos
encontrábamos, me di cuenta que había dos agentes de la policía de Jaipur, apostados a ambos lados de la entrada:
–¿Arístides qué hacen estos aquí? –le pregunté.
–Cumplir con su deber.
–¿Pero qué hemos hecho nosotros para que nos estén vigilando a todas horas? Ni tan si quiera deben de haber empezado a practicarle la autopsia a Paloma y nuestra inocencia ya se está cuestionando. Si te he de ser sincera esto no hay quien lo entienda.
–A veces, Nora, se deben tomar decisiones que no todo el mundo puede comprender.
–¿Acaso somos unos asesinos? ¿qué clase de medidas han determinado que la policía se comporte de esta manera? Yo estuve contigo esa noche, y cuando de madrugada regresé a mi habitación no sé si Paloma estaba viva o muerta, pero te aseguro que yo no la maté.
–Lo sé, Nora. Está claro que la señora Camps puede haber fallecido por causas naturales, pero hay más personas en el grupo, que si tuvieron ocasión de asesinarla.
Al escuchar sus palabras, noté que un escalofrío me recorría el cuerpo, y me pregunte a mi misma ¿quién de nosotros podía haber viajado hasta la India con tan malévolas intenciones? Y sin hallar la respuesta contesté airada:
–Pues ya me dirás como. Papá debía de retozar en la cama con el pendejo de Mariola. El viudo y yo estuvimos contigo en el jardín y el resto se encontraba en la sala de baile.
Martínez me miró y añadió:
–Será mejor que cambiemos de tema.
–Bien Arístides –respondí–, si en este momento en que nuestra vida gira en torno a esta tragedia, no podemos hablar de la muerte de Paloma, tenemos pocos argumentos para iniciar una conversación, a no ser que quieras comentar el extraño comportamiento de Mariola y de mi padre, que después de una noche de pasión, parece que se les ha acabado el amor…
Martínez me interrumpió haciéndome memoria:
–En su día te dije, Nora, que esto no iba a ser otra cosa que un ímpetu fugaz, y no me negarás que tienes que darme la razón.
En otro momento, no me habría importado continuar discerniendo sobre los amoríos de papá y aquella tipeja, pero mi mente estaba ocupada en otros derroteros, y quería sonsacar a Arístides todo lo que sabía en relación con el inesperado deceso de la señora Camps, pero no tenía ni idea de por dónde empezar.
Llegamos a la piscina del Samode Palace, durante el recorrido no nos cruzamos con ningún huésped del hotel, algunos se habían marchado de buena mañana, y los que quedaban estarían durmiendo después de la resaca de la noche anterior. Completamente solos en aquel entorno mágico, nos sentamos en una tumbona, sin saber que decirnos.
Para tratar de llevar el asunto a mi terreno, le sugerí a Martínez sonriendo:
–Claro que también podemos hablar del tiempo.
Arístides contestó:
–Pues sí. Hace una mañana espléndida, con un sol radiante…
–Pero nosotros –solté con voz agria y sin saber por qué–, estamos encerrados aquí.
–¡¿Cómo puedes afirmar semejante barbaridad?! –respondió enojado mi compañero–. ¡Nadie te ha encarcelado! Únicamente nos han pedido que esperáramos en el hotel, pero nada te impide ir hasta el pueblo si así lo deseas.
–De momento estoy bien en este lugar.
Entonces fijé los ojos en el rostro de Martínez y añadí:
–Solo quiero saber la verdad, Arístides.
–Y yo también, Nora –contestó más calmado –pero por ahora no nos queda otra alternativa que esperar los resultados de la autopsia.
–Ya lo sé, aunque tú tienes información privilegiada.
Al oír lo que le acababa de decir, se encogió de hombros, me miró incrédulo y preguntó:
–¿Yo?
–No te hagas de rogar, te he visto mientras hablabas con el inspector de la policía de Jaipur y le mostrabas unas hojas de papel. ¿Quién eres, Arístides?
–Un individuo jubilado de ochenta y dos años, que mientras el cuerpo le acompaña, se dedica a recorrer mundo.
–En esto estamos de acuerdo. Pero ¿en qué trabajabas antes de tu jubilación?
Y solo obtuve por respuesta:
–Todo a su debido tiempo.
Exasperada insistí:
–¿Crees que han asesinado a Paloma?
Continuó sin inmutarse y me recordó:
–Ya te he dicho, Nora, que hay que esperar a los resultados de la autopsia.
Y sin añadir una palabra de más, se levantó de su asiento y emprendió el camino de regreso al interior del hotel. Y, como de costumbre, yo hice lo mismo.
Cuando nos acercábamos al salón donde se encontraba el resto del grupo un murmullo de voces se apoderó de nuestros oídos.
Al entrar nos encontramos a Mariola, excitadísima, gritando:
–¡Todo ha sido por culpa de la maldita autopsia! Alberto nunca debió de autorizarla…
–¿Por qué tienes que meterte con Alberto? Ha hecho lo que tenía que hacer –contestó María.
–No le defiendas tanto porque por su culpa nos quedaremos sin ver el Taj Mahal.
–Su mujer a muerto, o ¿es que no eres capaz de entenderlo?
–¡Como si Paloma te importara tanto! –bramó Mariola.
–¿Y tú que sabes, guapa? Además, Arístides, ya nos ha dicho antes que la autopsia era un requisito ineludible.
–¡Ah claro! –respondió Mariola en son de burla–, no podía ser de otro modo, Martínez se ha convertido en nuestro Sherlock Holmes particular.
Antonio, viendo que nadie intervenía para calmar los ánimos, se encargó de la cuestión:
–¡Basta ya! Queréis dejar de gritar y comportaros como dos personas civilizadas, o es que tengo que recordaros que Alberto ha perdido a su esposa y hay que respetar el dolor ajeno.
Arístides y yo quisimos saber lo que había pasado, y papá nos conto que, poco antes de nuestro regreso, la policía de Jaipur les había advertido, sin más explicaciones, que deberíamos permanecer en el Samode Palace hasta el día siguiente. Desde recepción nos reubicaron en nuestras antiguas habitaciones, excepto al viudo que lo colocaron en una suite de la otra planta. Pero Mariola, que no había parado de insinuarse a Alberto durante todo el viaje, ahora era incapaz de solidarizarse con su dolor, y después de que Antonio, dadas las circunstancias, le hubiera llamado la atención, se levanto y sin decir nada más se fue a su habitación. Esta vez, mi padre no la siguió.
María quiso disculparse por lo ocurrido y añadió:
–Lamento la escenita, pero esa mujer me saca de quicio.
–No tienes de que excusarte –repuso Arístides–, en semejante situación los nervios pueden jugar una mala pasada a cualquiera, claro que Nora y yo acabamos de regresar del jardín y nos hemos perdido parte de la función.
–Todos estamos muy irascibles –añadió Antonio.
–Tiene razón Martínez, cariño –afirmó Paco, el marido de María–, dice mucho a tu favor que sientas compasión de Alberto.
–Naturalmente, querida amiga –concluyó Arístides–, Paloma era una mujer demasiado joven para morir, y un hecho así siempre produce conmiseración. Y más, como decía Horacio[1] si “a todos nos espera la misma noche”
Continuará…
[1] Quintus Horatius Flaccus (Venosa Basilicata 8 de diciembre del 65 a. C. – Roma 27 de noviembre del 8 a. C.) Fue el poeta más importante, lírico y satírico, en lengua latina.
María... esperando la continuación del relato... me tiene enganchadísima :)
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