Capítulo Decimoprimero
Al instante pensamos que no le habíamos entendido bien o que se trataba de una broma de mal gusto, pero su cara reflejaba la tragedia. Y Ram le preguntó sobresaltado:
–¿Qué ha dicho usted?
–¡Que mi mujer ha muerto!
Arístides, que estaba sentado en una de las butacas de recepción, se levantó de golpe, y circunspecto solicitó más explicaciones:
–¿Cómo ha sido?
–No lo sé –respondió el viudo.
–Veamos –y dirigiéndose al guía le indicó: –Ram yo me ocuparé de Alberto, pero debe usted hablar con el director del hotel para que avise a la policía y realizar el procedimiento habitual en estos casos. Y, por supuesto, prohibir al servicio de habitaciones que entre en la suite.
–De acuerdo –respondió el aludido, y confuso se fue directo al mostrador de recepción.
Pero Mariola sugirió:
–¿Y por qué a la policía? ¿No habría que llamar a un médico?
–Todo a su debido tiempo, querida amiga, hay que seguir el protocolo indicado.
–¿Y cuál es? –insistió.
–Comprenderás que ahora debemos reconfortar al pobre Alberto, ya te lo contaré luego.
El desafortunado marido de Paloma, que apenas podía contener las lágrimas, se encontraba, en aquel momento, rodeado por el grupo:
–Estaremos a tu lado en lo que sea necesario –le dijo Gloría.
–Faltaría más –añadió mi padre, que por entonces parecía haber recuperado la cordura y olvidado su almibarado devaneo con Mariola.
–¡Claro! –afirmó María
Arístides se llevó a Alberto a un salón contiguo, y yo me fui con ellos. Estaba convencida de que lo que allí sucediera resultaría mucho más interesante que aguantar los comentarios compasivos del resto del personal, y las excentricidades de Mariola. Martínez me vio pero no dijo nada. Alberto y él se sentaron frente a frente, mientras yo lo hacía en un butacón cercano. Enseguida se presentó un camarero y nos ofreció una taza de té:
–Cuéntame –comenzó diciendo Arístides– ¿Cuándo fue la última vez que viste a tu esposa con vida?
–Esta madrugada al regresar a la habitación después de nuestro paseo por el jardín.
–¿Hablaste con ella?
–No, estaba durmiendo.
–¿Y cómo me puedes asegurar, que todavía no había fallecido?
–Al meterme en la cama, noté que su cuerpo estaba caliente.
–¿Y nada te pareció anormal?
–No.
Martínez bebió un sorbo de té y continuó:
–¿Padecía, tu mujer, alguna enfermedad?
–Que yo sepa, no.
–¿Aquella noche te dijo que se encontrara mal?
–No, solo estaba disgustada por lo que sucedió después de la cena. Y tal como te conté durante nuestro encuentro, se tomó un tranquilizante y se acostó.
En aquel momento, Alberto, empezó a llorar, parecía sobrepasarle el recuerdo de los últimos instantes en que había visto con vida a su mujer, y apoyó brazos y cabeza encima de la mesa. Arístides, que estaba sometiéndole a un interrogatorio propio de un autentico policía, intentó consolarle torpemente:
–Vamos, vamos…tómate un poco de té.
Alberto bebió un sorbo. Y durante unos instantes, mientras Martínez no le preguntaba nada, se mantuvo en silencio con la mirada perdida en la lejanía. Supuse que, a consecuencia del dolor, sus facciones se habían endurecido, ya que de repente le aparecieron unas marcadas arrugas en el entrecejo, que nunca antes le había visto:
–En todos nuestros viajes –continuó entre sollozos–, Paloma era quien se encargaba de despertarme, y hoy estando todavía en la cama, me sorprendió la luz de la mañana al colarse a través de las cortinas de los ventanales que se encuentran detrás del cabezal. He pensado que se había dormido, y cuando he buscado su cuerpo, no lo he encontrado…
Se detuvo de nuevo, bebió otro sorbo de té y prosiguió:
–Me he levantado de un brinco, he encendido todas las luces y mi primera intención ha sido ir a ver si estaba en el cuarto de baño, pero entonces la he descubierto tendida en la moqueta justo al lado de la cama. Al principio he creído que había perdido la conciencia y me he agachado para sacudirle suavemente con la esperanza de reanimarla, pero he encontrado en su cuerpo la rigidez de la muerte.
Arístides quiso saber:
–¿Conservas la tarjeta de acceso a la habitación?
–Por supuesto.
–Bien, pues vamos para allá.
El viudo se sobresaltó, y le requirió:
–¿No tenemos que esperar a que llegue la policía?
–No tocaremos nada –respondió.
–¿Y las huellas? –insistí yo.
–Tranquila, Nora, que esto tiene fácil solución.
Martínez, se levantó decidido y Alberto, receloso, le siguió. Me parecía que lo que íbamos a hacer no era correcto, pero no estaba dispuesta a perderme nada de aquello, y me fui resuelta tras ellos en busca del ascensor.
Después de cruzar el corredor repleto de arcadas, que recordaban el arte mudéjar, y enmoquetado en blanco y negro,
llegamos a la suite de la difunta, Arístides puso la mano en el bolsillo de su chaqueta, y sacó un par de guantes desechables. Sorprendida le pregunté:
–¿Dónde los has conseguido? ¿Cómo puedes tener semejantes cosas en este lugar?
–Soy un hombre prevenido, Nora –me respondió mientras se los colocaba–, justamente cuando uno viaja por esos mundos de Dios, nunca sabe con lo que se puede encontrar, y siempre va bien tener ese tipo de enseres a mano.
Bien mirado tenía razón. Más de una vez, durante aquel periplo por la península de la India, me habría venido de perlas contar con aquel ingenio de látex de usar y tirar, y tampoco habría rechazado disponer de una mascarilla.
Entonces Alberto le dio la tarjeta, y Martínez la colocó en el cerrojo tal como mandaban las instrucciones. La puerta cedió, primero entró el viudo, detrás Arístides y finalmente yo. Desde la entrada todo parecía normal.
Encima de la cheslong todavía se encontraba, cuidadosamente plegado, el traje que Paloma había utilizado en la cena de Fin de Año.
Martínez nos recalcó:
–Por favor no toquéis nada.
–Por supuesto que no –contesté mientras que Alberto guardaba silencio.
El viudo nos condujo hasta el cadáver de su esposa, que se hallaba en el suelo entre la cama y el tocador, yo lo vi por primera vez cuando me encontraba pisando aquella maravillosa alfombra de seda, que decoraba la habitación. Paloma, con un precioso camisón de satén rosa, parecía dormida. Arístides, estaba inclinado junto a ella, y mientras nos mostraba un cardenal en su frente, nos indicó:
–Debe haber sido consecuencia de la caída, la altura es considerable.
Nadie respondió. Entonces se levantó y entró en el baño,
pero como no encontró nada que le llamara la atención, salimos de la suite sin más demora.
Al regresar a recepción nos indicaron que la policía acababa de llegar y se encontraba junto con el resto del grupo y nuestros equipajes, en otro de los salones de la planta baja. Al entrar, Martínez les saludó y les presentó a Alberto, que en aquellos momentos parecía muy abatido.
Después nos sentamos, y escuchamos como un inspector de la policía de Jaipur, que tenía a su cargo velar por el orden público en Samode y que se nos identificó como Mahatma Takur, nos indicó que de momento deberíamos permanecer en el hotel hasta nueva orden, y cuando María le preguntó cuánto tiempo duraría nuestra reclusión en el antiguo palacio del marajá, respondió que solo unas horas.
Por mi parte, ya hacía un buen rato que había concentrado mi atención en Arístides, que se levantó y sacó de su bolsa de viaje un sobre blanco algo abultado y se lo colocó debajo del brazo. Cuando la policía se dirigía a la suite de la finada, y yo me mantenía próxima para ver lo que podía oír, les abordo y sugirió al inspector Takur:
–Autopsy will be necessary[1].
El policía se encogió de hombros, y Martínez sacó varios papeles del sobre que llevaba en la mano, y se los mostró:
–This i have ordered from Madrid[2] –le dijo
–Will needs a Spanish translator –respondió el hombre
–I can do it myself.
Y el inspector estuvo de acuerdo.
No entendía nada. Sin proponérmelo empecé a pensar en aquella noche en Nueva Delhi, cuando Martínez se marchó del hotel en un taxi. Intenté recordar, sin éxito, la dirección que le indicó al taxista, y que había podido escuchar con claridad a través de la ventanilla abierta del vehículo. Pero cuando ya me daba por vencida y estaba a punto de fracasar en el intento, me vino a la memoria con toda claridad. Corriendo me acerqué a uno de los ordenadores que estaban a disposición de los huéspedes del Samode Palace y la introduje en el buscador de Internet. Entonces lo comprendí todo…
Continuará…
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