Capítulo Décimo
Finalmente, después de recorrer todo el jardín, entramos de nuevo en el hotel y fuimos hasta el comedor, que lucía sus mejores galas para recibir el Nuevo Año. Nos situaron en una mesa redonda grande. Papá escoltaba a su inseparable Mariola, que había hecho lo indecible para instalarse frente a Alberto, que estaba sentado entre su mujer y Gloria, a fin de continuar mirando con insistencia al que parecía ser objeto de su deseo. Yo me ubiqué entre Paloma y Arístides, que se encontraba al lado de mi padre. Antonio se colocó junto a su esposa y Paco y María en los dos asientos que quedaban vacios, entre Mariola y Gloria.
En el restaurante del Samode Palace, habían instalado un buffet con un espléndido surtido de mariscos para que nos sirviéramos el primer plato.
Martínez y yo nos levantamos con tal fin, y mientras cogía un trozo de bogavante le insistí para que me contara algo más de Gayatra Devi:
–Nació princesa de Cooch Bear –respondió–, un año después de que finalizara la Gran Guerra, y en 1940 se casó con el marajá de Jaipur. Después de su matrimonio vivió una vida ostentosa, propia de la realeza india de aquel entonces. Se convirtió en un icono de la moda internacional, y le revista Vogue la consideró una de las diez mujeres más bellas del mundo.
–¡Vaya! ¡Vaya! –contesté colocando unos langostinos en el plato.
–¿Estás sorprendida, Nora?
–Sí, pero no porque conocieras a la mujer de un marajá. Lo que realmente me asombra, Arístides, es que te hayas codeado con semejantes personajes y no me lo quieras contar con más detalle. Se me antoja que has vivido intensamente.
–¿Yo? –preguntó incrédulo.
–Sí, tú –le contesté riendo.
–Te lo explicaré a su debido tiempo.
En aquel momento, regresamos a la mesa, donde nos acababan de servir el vino. Martínez, no pudo dejar de manifestar su sorpresa:
–¡Oh! –exclamó al ver la marca–, es Viña Tondonia.
Sacó la botella de la cubitera y añadió:
–Reserva de 1990. Poco me esperaba encontrar aquí un vino español de semejante calidad.
Entonces cogió la copa, que contenía una cantidad escasa del caldo, delicadamente por el pie, como si temiera que sus dedos rozaran el cáliz y fueran a estropearlo. Se la acercó a su olfato, para captar todo el aroma que desprendía. Luego, miró detenidamente las transparencias doradas del líquido y sentenció:
–Color ámbar brillante de lágrima fina –se lo llevó a la boca y prosiguió:–De paladar selecto y aroma frutal justa, ligero amargor, algo seco y acidez correcta.
Bebió de nuevo y añadió:
–Delicado. No es de la mejor añada pero si un gran vino del 90.
Nos quedamos mudos de asombro. ¿Acaso Arístides era un catador de vinos experto? María le hizo saber:
–La verdad, Martínez, no me imaginaba que fueras un sommelier.
Pero el aludido inmediatamente le rectificó:
–¡Oh no! Amiga mía, ya te dije que antes de jubilarme ejercía de aparejador, pero la enología siempre ha sido un pasatiempo para mí.
–¿Y qué te parece, Arístides –preguntó papá–, está en condiciones óptimas para bebérnoslo?
–Por supuesto, Carlos, por supuesto.
Empezamos a cenar, y al poco rato Mariola ofreció un trozo de langosta a mi padre, que embobado no le sacaba los ojos de encima, y le dijo:
–Toma cariño…veo que no te has servido.
–Es que a mí la langosta ni fu, ni fa.
–Tienes que probarla, no sé donde la habrán pescado pero está deliciosa.
–Si tú me lo pides, tesoro.
En aquel momento, pensé para mis adentros: ¡Qué cursi eres papá! Y vi como él le susurraba algo al oído y ella le metía el crustáceo en la boca.
Poco después, un par de camareros, retiraron los platos sucios de la mariscada y parte de la cristalería, que todavía contenía restos del Tondonia, para ofrecernos una vajilla inmaculada, y dejar encima de la mesa dos bandejas de carne asada. Luego regresaron con unas copas relucientes, y mostraron a Paco una botella de vino tinto para que lo catara, pero rápidamente delegó el trabajo en Martínez, y mientras le señalaba con el dedo, les indicó:
–El señor es el entendido
Arístides cuando la vio exclamó:
–¡Oh! Perfecto.
Entonces le ofrecieron un poco de aquel caldo para que lo degustara, y admitió
–¡Magnífico!
Inmediatamente nos llenaron las copas.
Cuando los camareros ya se habían alejado, Paloma le animó a que nos hiciera partícipes de las cualidades del vino que acababan de servirnos, y le dijo:
–Vamos, Arístides. Ilústranos.
Entonces cogió la copa delicadamente, tal como lo había hecho con anterioridad, primero la acercó a su olfato, y después bebió un pequeño sorbo:
– Es un Château Pontet-Canet reserva 2001, denominación de origen Burdeos, que seduce por las aromas de fruta negra, de fruta roja, y de madera de cedro. La intensidad del color…– levantó la copa para mostrárnoslo a través de la brillante transparencia del cristal, y prosiguió: –Fuerte y profundo, determina su aposento, su excelente equilibrio y la perfecta conjunción de sensaciones tánicas con una estupenda acidez. Tiene eso que los expertos llaman elegancia, con un contrapunto de rusticidad que evita que resulte empalagoso. Además de poseer buen cuerpo y persistencia de sabor en boca.
Después añadió:
–Y ahora brindemos para que la última media hora de este año que se nos va, llena de tan maravillosas sensaciones gustativas, sea un preludio de felicidad para los meses venideros.
Y el tintineo del cristal de Bohemia resonó en nuestros oídos.
Después llegaron los postres, un surtido de tartas occidentales regadas con Möet Chandon.
La cena había sido estupenda y no tenía nada que ver con lo que comimos hasta entonces.
El inicio de un castillo de fuegos artificiales en los jardines del Samode Palace, determinó la llegada del Nuevo Año.
Volvimos a brindar, esta vez con champagne, y en medio de la algarabía, Mariola se acercó a Alberto y le dio un beso en los labios ante la mirada atónita de Paloma y de todos los demás. Alberto la apartó con un gesto brusco y le advirtió alto y fuerte:
–Soy un hombre casado y quiero seguir siéndolo. ¿Te ha quedado claro?
–Por supuesto –admitió bajando la cabeza– solo pretendía felicitarte el Año Nuevo.
Ofendida a causa de la reacción de Alberto, hizo extensivos sus deseos de paz y prosperidad a todos los demás y desapareció del brazo de mi padre.
Paloma y Alberto, con los ánimos crispados, también se marcharon, mientras Martínez y yo, junto al resto del grupo, fuimos hacía el salón de baile:
–¿Bailarás conmigo, Arístides?
–Es una propuesta sugerente viniendo de una muchacha tan encantadora como tú, Nora, pero ya no estoy para estos trotes. Seguro que encontrarás a un joven más adecuado, que te alegrará la vista y resultara un acompañante perfecto para llevar el compás de los ritmos de hoy en día.
Pero entonces sonaron las primeras notas de un vals e insistí:
–Vamos, Martínez, que esta música es de tu época.
A pesar de ello continuó insensible a mis súplicas y me sugirió:
–Seguro que tu padre andará por ahí con Mariola y estará encantado de ser tu pareja.
–Vamos, Arístides, que no soy ninguna niña, más de una vez, a lo largo de todo el viaje, papá y Mariola dejaron claros sus planes relativos a esta noche, y nosotros lo oímos. Me apuesto lo que quieras, a que en este momento mi padre debe estar en la habitación de semejante lagarta bailando otro tipo de cadencias.
Después de escuchar mi exposición, Martínez esbozó una sonrisa picarona y accedió a sacarme a bailar. ¡Qué forma física tenía el hombre! que acabado aquel vals, hizo lo propio con Gloría y María. Luego se excusó, alegando que necesitaba aire fresco para reponerse de tanto ajetreo. Quise acompañarle al jardín, pero antes tuve que regresar al comedor en busca de mi echarpe, que había quedado abandonado en una silla y lo precisaba para protegerme del frío de la noche.
Quedamos en encontrarnos en el vestíbulo del hotel, y cuando llegué estaba sentado en uno de
los sillones charlando con Alberto, que en aquel momento le contaba que Paloma se había disgustado muchísimo a causa de la escenita del beso montada por Mariola, y que él estaba hasta las narices de tener que aguantarla porque, al parecer, no tenía bastante con mi padre y, desde el mismo día en que aterrizamos en Nueva Delhi, supo que pretendía provocarle. Aseguró que bastante había hecho con ser prudente y no llamarle la atención hasta esta noche, cuando el asunto ya empezaba a escapársele de las manos y, de ahora en adelante, no estaba dispuesto a tolerarle ningún numerito más:
–Estoy convencido –recalcó–, de que esta mujer es de las que fastidia todo lo que toca, trae mala suerte y nos está dando el viaje.
–No me cabe la menor duda de que tienes toda razón, Alberto –afirmó Martínez
–Paloma –continuó–, estaba tan nerviosa que antes de acostarse ha tenido que tomarse un tranquilizante para poder dormir, y yo necesitaba relajarme después de tanta tensión, y he pensado que estirar un poco las piernas me vendría muy bien.
–Pues como nuestra damisela ya ha llegado –le hizo saber Arístides, que absorto en la conversación se acababa de percatar de mi presencia–, podemos salir al jardín.
Dimos un largo paseo por el parque del palacio, lujosamente iluminado, mientras hablábamos
de lo humano y lo divino. Nos sentamos varias veces para luego volver a reemprender la marcha.
Y alrededor de las dos de la madrugada los tres regresamos a nuestras respectivas habitaciones.
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A las ocho de la mañana del primer día del Nuevo Año, todos estábamos en la recepción del hotel, con las maletas preparadas para reemprender el viaje hacia Agra, estaba emocionadísima, por fin vería el Taj Mahal. Todos a excepción de Paloma y Alberto, que tampoco se habían dejado ver en el comedor para desayunar.
De repente apareció Alberto, que transpuesto y con el rostro desencajado, se dirigió al guía gritando:
–¡Mi mujer ha muerto!
Continuará…