Este verano
me encontraba con
unas amigas de
la infancia en la terraza
de una cafetería
de mi ciudad
natal, y mientras
hablábamos de lo
humano y lo
divino, pude comprobar,
que en
plena era tecnológica,
seguíamos preocupándonos, por
obra y gracia
del whatsapp, de
las miserias ajenas,
y éramos tan
cotillas y fisgonas
como lo habrían
podido ser nuestras
madres. Si dudan,
lean lo que
les voy a
contar y juzguen
ustedes mismos.
Aquella tarde,
a una de
mis contertulianas le
sonó el móvil,
y una
musiquilla infernal, de
esas que se
pueden escuchar en
todas partes, le anunció la llegada de un nuevo
mensaje. Supimos que
era su prima
quien mandaba la
embajada, acompañada de
un breve reportaje
fotográfico de su nueva casa. Todas lo
miramos y lo
criticamos, y aunque
a mí semejante
misiva me
traía al pairo,
tampoco pretendo mantenerme
ajena al clamor
social que se
encarga de repetirnos,
hasta la saciedad,
que si no
estamos en la
red no somos
nadie, y llegué
a expresar mi
punto de vista.
No la llamaron
arrogante, como hubieran
hecho antaño, a
pesar de que
alardeara de casita
adosada en Alella.
Al poco rato,
una música más
estridente martilleó mis
oídos, esta vez las
noticias eran para
la que tenía
enfrente, una compañera
de trabajo le
endiñaba varias fotos
de los platos
que acababan de
servirle en una
marisquería de altos
vuelos, y nunca
mejor dicho, sin
comerlo ni beberlo,
tuvo que tragar
con las ostras,
el bogavante
y la sangría. Y
se me ocurrió
pensar ¿por qué
tendrá la gente
este deseo de
hacerse notar cuando,
para mí, la
intimidad no tiene
precio?. Pero justo
en aquel momento,
lo que hasta
entonces había sido
una conversación inocente,
empezó a cambiar
de cariz. La
susodicha, que según
nos dijo tenía
en gran estima
a quién acababa
de mandarle tan
apetitosa información, soltó:
–Espero que
la crisis acabe
con toda esa
panda de nuevos
ricos que no le dan
valor al dinero. Fíjate en
esta, de pronto se
convirtió en una
marquesa; visonazos, joyas, restaurantes caros,
viajes exóticos…y eso
que su marido trabajaba de
estibador en el
puerto, pero tenía
cuatro perras gordas
que invirtió en
el boom de
la construcción y
las cosas le salieron más
que bien. Dejo
su empleo, ¡Y a
vivir de renta! ¡Ay Señor! Desgraciados aquellos
que creen que
el rey no
les será buen escudero.
Una
que recibió una
educación cartesiana, propia
de la época
en que era
estudiante, y normalmente
no atiende a
las razones que
le exponen los
demás e intenta
indagarlas por sí
misma y aligerar
el aburrimiento que
estas tertulias pueblerinas
le suelen producir,
echó mano del refranero
popular, a menudo
muy acertado en
sus afirmaciones, y
repitió para sus
adentros: De mis
amigos que me
libre Dios, que
de mis enemigos
me defiendo yo.
Mientras
tanto, otra de
las asistentes añadió:
–Individuos con
empleos mediocres, o simplemente chapuceros,
hicieron su agosto
remendando pisos imposibles
de arreglar. Y los
propietarios, que no
tenían donde caerse
muertos, pensaban que
se habían convertido
en magnates del
ladrillo y vendían
las chozas a
precios millonarios.
–Eso…eso –terció la hija
del barbero, que
además había sido
concejal del Ayuntamiento
y procurador en las Cortes
de Madrid–, y se convirtieron
en extraños personajillos, que
como tenían la
cartera bien repleta, se
creían con derecho
a ser admitidos
en los lugares
de mayor relumbrón
social. A los muy
imbéciles, se les
veía a la legua que preferían ser
cola de león
en lugar de cabeza
de ratón.
Claro
que, con tanta
retórica, se olvidó
mencionar las
suculentas comisiones que
papaíto había cobrado
de tan indignos
sujetos.
–Sí –añadió la que,
muchos años atrás,
fuera mi compañera
de pupitre en
las dominicas– y
de la noche
a la mañana,
han pasado de
ocupar las mesas
de los mejores
restaurantes, a llamar
a las puertas
de Caritas para
que sus hijos
coman algo caliente. Pobres criaturas se
les acabó ir
a clase al St Peter’s
School, o al Deutsche
Schule, o al
Lycée Française y,
tal como están
las cosas, tendrán
suerte si les
admiten en un colegio
del Estado. Un
despropósito. Un auténtico
despropósito.
– Menos mal que los nuevos
ricos son una
especie en extinción.
¡Últimamente ya no
se podía aguantar! En
todas partes se
tropezaba con gentes
vulgares venidas a más.
En
aquel momento, del
hastío pasé a la indignación
y deseé decir
todo aquello que, por educación,
me había callado
hasta entonces. Después
de expulsar la
hiel que llevaba
dentro, juré que
no se lo contaría a
nadie, pero la
intimidad de este
blog propicia las
confidencias, y más aún con
todos ustedes como lectores.
En una ciudad
como la que
yo nací, se
conocen los secretos
inconfesables de todo
bicho viviente, y
las que tanto
criticaban tenían mucho
que callar. Bebí un
sorbo de granizado
de café aguado
y, a pesar
de que sentía
el fuego de
la ira en las mejillas respondí,
con cierta tranquilidad,
al último epitafio
que acababan de
soltar:
–Una
pena, una verdadera
pena. Y eso
lo dices tú, Marivi Samà,
que tu bisabuelo
era un negrero,
que no paraba
de viajar a
Puerto Rico para recoger
mercancía cuando ya
estaba abolida la
esclavitud. De ahí
vuestra fortuna y
la mansión de la Rambla…
–¿Y eso que
tiene que ver –me
interrumpió–, con
lo que estábamos
diciendo?¡Mis antepasados eran
hombres justos!
–No pongas la
mano en el
fuego por la
honestidad de nadie. Ni
de tu familia.
Porque como decía
el filósofo: Me asomé
al alma de
un justo y
me horroricé.
–No has contestado
a mi pregunta –insistió.
–¡Pues claro
que tiene que
ver!–afirmé furiosa–, porque
a principios de
la segunda mitad
del siglo XIX,
los tuyos también
debieron de ser
nuevos ricos.
–Y
los tuyos, maja –me recordó
Martita–. ¿O es
que te crees
que no sabemos que tu
bisabuelo era jugador
y tu abuelo
se fue a
hacer las Américas?
–Sí pero
yo no critico
a nadie, y si
los míos hicieron
fortuna alguna vez,
no estaba teñida
de sangre como
la de los
Samà. Aunque si
me lo pones
tan fácil , te diré que si mi
abuelo iba en
tartana a jugar al
casino del hotel
Monte Calvario de Arenys
de Mar, el
tuyo viajaba en
la Flecha de Oro[1] al
casino del hotel
Colón de Caldetas.
–Mira no sé
por qué te
invitamos –insistió–, cada vez
que vienes nos
jorobas la tarde.
–Será
a vosotras –les hizo
saber Mariona–,
a mí no me incomoda
que diga lo
que es cierto.
–No
ves que no
les interesa escucharlo –añadí–, porque en épocas
pasadas las clases
altas y no
tan altas, se enriquecieron vertiginosamente con
negocios fáciles, como
la esclavitud, las
guerras y demás empresas poco
honestas. Dejaron de
lado el catalán
y empezaron a
hablar castellano, para
distinguirse de sus
chóferes y criados,
y así ocultar
su origen campesino.
Definitivamente se convirtieron
en nuevos ricos.
Pero como la
familia es sagrada,
de ellos no
hay que ocuparse,
y es mejor
meter las narices
en la vida
de estos infelices, que han
tenido
menos suerte, y no han
logrado hacer realidad
sus sueños de riqueza.
Como
decía Nietzsche[2]: A menudo
la gente no
quiere escuchar la
verdad porque frustra
sus ilusiones.
Y aquí
acaba esta historia,
que empezó con un
whatsapp.
Señores,
como siempre les
invito a la
reflexión. Buenas noches.
MARÍA
BASTITZ