Capítulo Sexto
En el bus, Mariola, sin previo permiso, ocupó mi asiento para acomodarse al lado de papá, y luego a modo de disculpa me preguntó:
–¿No te importa, verdad?
–Por supuesto que no –respondí con la cortesía que impone la buena educación.
Miré a mi padre con desdén y me senté un poco más adelante, al lado de Martínez, que no se había perdido detalle de la movida:
–Me ha dicho Ram que en breve llegaremos a Samode, Nora.
–¡Ojala! Porque se me está haciendo eterno.
–No te preocupes, que en menos de una hora ya estaremos comiendo en el hotel.
–Eso espero.
–¿No te gusta este viaje? –insistió Arístides.
–Decididamente, no –y sin que me diera cuenta aumentó el tono de mi voz– ¡Nunca llegué a pensar que odiaría este país! La suciedad, el barro, los atascos, el maldito claxon de los coches, que no para de sonar y…la
–¡Tranquilízate, hija! –me interrumpió mi padre que se había enterado de lo que le contaba a Martínez, igual que el resto del grupo.
Aquello fue la gota que colmó el vaso, me levanté bruscamente, me giré, fijé mis ojos encendidos de ira en el rostro de papá y le solté sin miramientos:
–¡Vaya hombre! ¡¿Cómo quieres que me calme, si a todas horas tengo que ver que te comportas como un adolescente tardío?!
–¡Nora! –exclamó ofendido.
Pero yo no me reprimí de decirle lo que pensaba:
–Fuiste tú quien quiso que te acompañara en este viaje, y cada día me dejas de lado para estar con ella
Entonces mi padre le pidió a Mariola que se levantara de mi asiento, y me ordenó:
–Ven aquí y hablaremos.
–No, tranquilo papá, continua flirteando y déjame en paz.
Y volví a sentarme junto a Arístides ante la estupefacción de todos.
Llorosa y cabizbaja, seguí aguantando las sacudidas de aquel maldito bus, que nunca acababa de llegar a su destino. En el exterior el panorama era el mismo de siempre, miseria, suciedad y caos circulatorio. Creí que hablaba conmigo misma cuando murmuré:
–Si Marx[1] hubiera llegado a pisar este país, no habría podido manifestar que la historia de la Humanidad se escribió a raíz de la sucesión de luchas entre la clase opresora y la oprimida, porque estas gentes son diferentes, no se rebelan y se resignan a su suerte
Pero Martínez, que contrariamente a lo que pensaba, se había enterado de aquellas palabras que mis labios solo pretendían insinuar, comentó resuelto:
–A lo largo de los siglos, su religión les ha ayudado a cometer muchos errores. Aún así, no te confundas, Nora, y deja de lado las teorías comunistas, ya que el tiempo nos ha demostrado que la historia de la Humanidad , no es el resultado de la lucha de clases si no la crónica de un conflicto de intereses.
Arístides me había vuelto a sorprender, y en poco tiempo las lágrimas dejaron de empañarme los ojos, y lo que me estaba explicando pasó a concentrar toda mi atención:
–Cuándo era joven como tú, ya había vivido la Guerra Civil Española y en Europa acababa de finalizar la II Guerra Mundial. Pero después de la devastación, se impuso cierta prosperidad y todos quisimos olvidar el pasado. La lucha se alejó de nuestro continente hacia un mundo más remoto. Entonces me engañé a mi mismo creyendo que en aquellos lugares, ya fuera a causa de su religión o de su manera de vivir, los grandes conflictos surgían de forma espontánea. En la madurez de mi vida, valoraba como una cuestión de mala suerte que siempre tuvieran que sufrir los mismos. Y la gran mayoría de los de mi generación, dábamos gracias a Dios por ser unos privilegiados al haber sido invitados a alcanzar fácilmemte el estado del bienestar. Los peligros apocalípticos que los medios de comunicación anunciaban, se me antojaban en un horizonte muy lejano Cumplidos los cincuenta años me di cuenta de que el azar siempre miraba en la misma dirección, es decir hacia los países con un elevado índice de pobreza, de los que nuestro mundo solo se acordaba para poder continuar manteniendo su opulencia.
En medio de aquella disertación filosófica llegamos al hotel Samode Palace. Se trataba de un auténtico palacio situado en las montañas del Rajastán, que había sido la residencia del marajá Rawal Sangram.
Al cruzar el espléndido jardín que lo circundaba, la fachada fue lo primero que me impresionó, era una verdadera obra de arte construida con exquisito gusto. Al subir la escalinata y entrar en el edificio, tuve la sensación de que me encontraba en las entrañas de un cuento de Las Mil y Una Noches, algo que hasta entonces me habría parecido imposible de conseguir en la India.
Las paredes estaban pintadas con filigranas de colores intensos e incrustaciones de metal, había galerías de espejos, que nada tenían que envidiar a los palacios de más prestigio de Europa, muebles de selectas maderas y cuadros bellísimos. Todo parecía dispuesto a trasladarnos a la más gloriosa de las épocas de su espléndido pasado.
Varios botones, correctamente uniformados, se ocuparon de nuestro equipaje, y en recepción en seguida se preocuparon de adjudicarnos las habitaciones. A papá y a mí nos instalaron en el segundo piso en una doble con dos camas y un baño espléndido. Y aunque el mobiliario era antiguo y tenía un toque étnico propio del lugar, los equipamientos obedecían a las necesidades de nuestra época.
En seguida bajamos a almorzar, el comedor era amplio con grandes ventanales, que ofrecían una perspectiva inigualable de Samode y permitían que la luz natural iluminara todos los rincones del lugar. Del techo colgaban grandes lámparas de cristal tallado y las mesas estaban cubiertas de mantelerías de tela de Damasco en tonos granates. Mi padre y yo nos sentamos junta a Paloma , Alberto y Arístides. Mariola, Antonio, Gloría, Paco y María estaban en otra mesa, aunque no lejos de nosotros.
Cuando empezaba a pensar, que al menos durante el almuerzo me libraría de aquella víbora que desde el inicio del viaje se había colgado del brazo de mi padre, tuve que volver a escuchar su voz más cerca de lo que habría deseado:
–¿Verdad que nos importaría hacerme un poco de sitio aquí? –dijo mientras forzaba un hueco entre papá y Alberto–, es que ahí al lado me molesta el sol.
Cualquiera diría que nosotros estábamos a obscuras, pero era evidente que allí se sentaba lo que más le importaba de aquel viaje, o sea papá y Alberto. Paloma y yo le miramos con mala cara, mi padre aceptó encantado, Alberto se calló y Martínez afirmó:
–Por supuesto, amiga mía –y susurró en voz baja–, aunque no sé si todo el mundo pensará de la misma manera.
La comida, de refinada presentación, era igual que en todas partes. Es decir, excesivamente picante. Mientras nos servían los postres, Mariola comentó:
–Así que este era el palacio del marajá. ¡Ay que ver lo bien que viven los ricos!
–Tú no tienes de que quejarte, querida –repuso Arístides–, la Moraleja es uno de los mejores complejos residenciales cercanos a Madrid.
–Sí, sí, pero no sabéis el esfuerzo que me costó conseguir mi chalet .
–No me cabe duda, amiga mía –respondió Martínez con un toque de sorna.
Pero Paloma fue mucho más cruel cuando le soltó:
–Los esfuerzos en posición horizontal son fatigosos pero a veces también placenteros, a excepción de cuando pueden producir náuseas, aunque no me cabe duda de que una mujer como tú tiene recursos para solucionar estos inconvenientes.
–¡Paloma! –gritó Alberto.
–¿Qué pasa? –le contestó airada.
–Creo que deberías disculparte.
–Ni lo sueñes –afirmó contundente, levantándose de la mesa.
Mariola desencajada le exigió una explicación, a lo que le respondió:
–Nuestros compañeros de viaje han sido testigos de tu comportamiento. Pregúntales a ellos, seguro que sabrán dártela mejor que yo.
Y se marchó. Alberto corrió detrás de ella.
Después de aquel incidente, nosotros abandonamos el comedor, luego se nos unió el resto del grupo y dimos un paseo por el jardín y admiramos la planta baja del palacio. Papá y Mariola iban delante, y los demás les seguíamos a una cierta distancia, a excepción de Paloma y Alberto, que al parecer se habían encerrado en su habitación. Recorrimos la espejada galería, Antonio, Gloría, Paco y María se pararon a admirar el techo, mientras tanto mi padre y su acompañante acababan de entrar en el salón de baile. Arístides y yo, nos adelantamos y nos detuvimos en una de las arcadas de acceso a la sala para admirar su belleza, ya que desde aquella perspectiva, las paredes y el techo, recubiertas de espejos y soberbias incrustaciones de metales preciosos, lucían en todo su esplendor.
Mi padre, que no observó nuestra presencia, dijo a Mariola:
–¿Estás segura que tenemos que esperar a la noche de Fin de Año?
–Naturalmente, ya sabes que a mí me gusta hacer las cosas bien hechas y después de la cena y el baile, pasará más desapercibido.
Arístides, que les había escuchado con mucha atención, exhaló un suspiro y se pasó la manó por el pelo, siempre que lo hacía un intenso olor a colonia Floid sorprendía mi olfato, papá concluyó:
–Está bien, como tú quieras.
Y dio un beso en la mejilla de Mariola.
Continuará…
[1]Tréveris, (Alemania) 5 de mayo de 1818 – Londres 14 de marzo de 1883, intelectual alemán de origen judío y militante comunista. Junto a Friedrich Engels, es el padre del socialismo científico, del comunismo moderno y del marxismo.
como siempre un capítulo muy bonito. Y preciosas fotos.
ResponderEliminarGracias, vuestros elogios me ayudan a superarme. Un saludo.
ResponderEliminar