Capítulo Tercero
Concluida la visita, y mientras nos trasladamos de nuevo al bus, le pregunté a mi padre por el papel que se le extravió en la mezquita y, que Mariola tan celosamente le había guardado:
–¡Ah! Nada importante –respondió.
Pero cuando cruzábamos Nueva Delhi, soportando todas las incomodidades de aquel vehículo ruinoso que no paraba de hacer ruido al frenar, para llegar al restaurante dónde debíamos almorzar, y que el guía nos había asegurado que nos servirían comida occidental, papá la miraba de tal forma que babeaba como un adolescente.
Entonces recordé, que la infidelidad era una de las causas por los que mi madre le había pedido el divorcio, y al parecer no debía de haber enmendado tal conducta con su nueva esposa. Me daba pena porque mi madrastra me caía muy bien, pero si mi padre estaba dispuesto a comportarse como un crápula con ella no sería yo quién, al regresar a Barcelona, correría a contárselo. Así que dejé de lado semejantes cavilaciones y atendí a las explicaciones del guía:
–En 1911, los ingleses trasladaron la capital de la India de Calcuta a Nueva Delhi, el proyecto fue llevado a cabo por el arquitecto Edwin Lutyens al estilo de las grandes ciudades británicas. Con muchas zonas ajardinadas, y una gran área administrativa, que actualmente prevalece como legado del imperialismo inglés. El Rajpath[1], que es tal como se conoce la avenida por donde circulamos, se extiende desde la puerta de la India[2] hasta el palacio presidencial.
Escuchando a Ram se diría que uno se hallaba en el business district de una gran metrópoli del mundo civilizado, pero mirando al exterior yo continuaba viendo miseria por todas partes. Las aceras del Rajpath eran anchas y había gente sentada en el suelo, esperando su turno para acceder a los servicios del barbero, que afeitaba y cortaba el pelo bajo el tímido sol de un mediodía de invierno, del dentista, que podía llevar a cabo la extracción de una pieza dental, sin ningún tipo de condiciones higiénicas, en plena calle, junto a las verjas de las grandes mansiones, o bien de los curanderos, que tenían montado su negocio dentro de diminutos contenedores abiertos.
Al poco rato llegamos al restaurante, un local más bien pequeño de escasa iluminación, rodeado de un jardín bastante descuidado. Al entrar nos instalaron en dos mesas, una para cuatro personas, donde nos sentamos Mariola, Martínez, papá y yo, y en la otra de seis, el resto del grupo.
La comida tenía cierta apariencia occidental, pero enseguida comprobamos que estaba excesivamente condimentada, para beber nos sirvieron cerveza del país, que contrariamente a lo que uno pueda imaginar, era bastante suave. Arístides nos comentó que vivía en Pamplona, y que después de pasar la Nochebuena con sus sobrinos, se marchó a Madrid, para estar unos días en la capital antes de emprender el viaje.
Acostumbrada a que en casa lo celebrábamos todo, Nochebuena, Navidad y hasta el día de San Esteban le pregunté asombrada:
–¿Y estuviste lejos de tus parientes el día de Navidad?
–¡Bah! La compañía de aquel par de zánganos y las mediocres de sus mujeres, cada vez me fatiga más.
–¿Tienes conocidos en Madrid, Martínez? –quiso saber Mariola.
–Muchos amigos, antes de jubilarme trabajaba allí.
–¿Cuál era tu profesión? –insistió mi padre.
Arístides, tardó en contestar, hasta que con voz rotunda y sonora nos informó:
–Aparejador, y cada vez que regreso a esta ciudad se me pasan los días visitando a compañeros de trabajo, viejos conocidos y hasta algún discípulo. Y si me queda algo de tiempo libre lo dedico a pasear…
–Pero el centro –le interrumpió Mariola–, siempre está abarrotado de gente.
–¿Vives allí? –le preguntó a su vez.
–No, mi casa está en La Moraleja , una urbanización de Alcobendas a 13 kilómetros de Madrid.
En aquel momento, acababa de comerme lo único comestible del menú, un plato de arroz blanco, y me sorprendió tanto aquella respuesta que pensé, que además de ser una mujer rara e intrigante, Mariola era una petimetre que alardeaba de falsedades y que cada día me costaba más de soportar. Martínez afirmó:
–¡Ah caramba! Quién nos iba a decir que te codeas con la flor y nata de la sociedad madrileña.
–Todos tenemos nuestros pequeños secretos, Arístides.
–No me cabe duda, amiga mía…no me cabe duda.
Ella insistió:
–Todavía no me has dicho, Martínez ¿qué lugares escoges para pasear?
–¡Ay amiga mía! Huyo de los turistas y las aglomeraciones, a mi nunca me encontrarás en el Madrid castizo o en el de los Austrias. Me gusta pasear en soledad. Esta vez, me hospedé en un hotel cercano a la calle de Francos Rodríguez, donde está el parque de la Dehesa de la Villa[3]. Aquello si que es una delicia, subí al Cerro de los Locos, desde donde se divisa una espléndida panorámica de la sierra, el Pardo y la Casa de Campo. Estuve dando un paseo hasta que el frío del atardecer me apartó del lugar.
– Lo conozco –contestó Mariola–, es un sitio muy hermoso.
–Me dejas sorprendido, Arístides –intervino papá–, llevando una actividad tan frenética cuando ya debes tener una edad.
–Ochenta y dos, amigo mío, y pienso disfrutar al máximo de lo que me queda de vida.
–Bien dicho –añadió Mariola.
Como ya habíamos terminado de comer, Ram nos indicó que fuéramos hasta el bus. Paloma y Gloría se escaparon a la toilette y Mariola no perdió la ocasión para entablar conversación con Alberto pero papá, que continuaba babeando por el cuerpo escasamente curvilíneo de aquella mujer tan pedante, rápidamente se entrometió entre los dos.
Harta de contemplar la deplorable escena, quise dar un breve paseo por aquel mustio jardín que rodeaba el restaurante, y cuando me disponía a acercarme a un abeto lleno de adornos de Navidad al más puro estilo occidental oí la voz de Martínez hablando por el móvil:
–Lo interesante sería poderlo comparar, porque obviamente la seguridad completa no la tengo.
Se hizo el silencio hasta que añadió:
–¿Dónde?
Después atendiendo a su interlocutor respondió:
–No sé que decirte, esto es el culo del mundo.
Durante unos instantes volvieron a cesar las palabras, pero luego continuó:
–Está bien, mándamelo allí. Veré lo que puedo hacer. Hasta pronto.
Y colgó el teléfono
Continuará…
[1]Significa camino de reyes.
[2]Inicialmente conocido como Memorial de todas las Guerras de la India , es un monumento construido por el arquitecto inglés Edwin Lutyens, en honor a los soldados hindúes que murieron durante la Primera Guerra Mundial, y en las guerras afganas de 1919.
[3] La Dehesa de la Villa se encuentra a 3 kms. del centro de Madrid, consta de unas 60 hectáreas de bosque de encinas, alcornoque y pinos, aunque también hay algunas zonas ajardinadas con cedros, mimosas y cipreses, y una parte más abrupta con varios cerros, que desde su cima ofrecen al visitante una hermosa panorámica de la capital
Parece que Martinez tiene mas cuerda de la que parece, me gustaria saber con quien estaba charlando por teléfono.
ResponderEliminarTenga paciencia amigo mío y ya lo verá.saludos cordiales
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