Capítulo Quinto
Después de que Martínez se hubiera ido en el taxi, Ram también se marchó del hotel. De inmediato subimos a nuestras habitaciones, pero como estábamos ansiosos por adivinar los motivos que habían podido inducir a Arístides a realizar una tournée en solitario por Nueva Delhi, no tardamos en reunirnos otra vez en el hall.
Unos creían que el hombre se había desplazado hasta allí, al amparo de una ruta turística, porque tenía negocios turbios que resolver. Otros, aseguraban que en España conoció a una mujer hindú que debió trastornarle de tal modo que se vio obligado a realizar el viaje. Por mi parte, estaba convencida de que no se trataba ni de una cosa, ni de otra. Aunque no tenía en qué basarme, Arístides me parecía un individuo honesto, incapaz de estar involucrado en asuntos fraudulentos, y no lograba imaginármelo como un picaflor que cruzaba medio mundo para verse a hurtadillas con su amante. No sería de extrañar que esto lo hiciera mi padre, que por lo que ya sabía y por lo que ahora estaba viendo, debía tener un nutrido historial donjuanesco y más cuando, en aquel preciso momento, aprovechando que estaba sentado al lado de Mariola en un sofá del vestíbulo, y sin importarle que su hija estuviera delante, no le quitaba las manos de encima incidiendo, una y otra vez, un poco más abajo de donde le terminaba la espalda. Y en su obcecación no veía que el objeto de su deseo devoraba con los ojos a Alberto.
Martínez era un caballero, como los de antes, que de estar enamorado no habría tenido inconveniente en hacérnoslo saber.
Las suposiciones continuaban, y la imaginación del grupo trabajaba a gran velocidad hasta que, María nos hizo caer en la cuenta de que iba siendo hora de ir hacia el comedor:
–Bien, como Arístides todavía no ha regresado –afirmó–, será cuestión de que nos vayamos a cenar y empecemos a pensar en llamar al guía.
Mientras íbamos a coger el ascensor, Paco murmuró:
–No entiendo cómo se puede ser tan imprudente.
–Es la arteriosclerosis –señaló mi padre–, que le impide pensar en los riesgos de tener una cita furtiva en una ciudad como esta.
Aquello ya era el colmo de la desfachatez, y no pude evitar rebelarme:
–Pues los hay que la deben sufrir prematura, porque tampoco miden el peligro a la hora de jugar con los sentimientos de quienes les esperan a su regreso.
Mi padre me censuró con la mirada, pero evitó sentirse aludido, y aprovechando que Gloría refunfuñaba:
–¡Ay!...este hombre.
Apostilló:
–Chochea.
Cuando ya nos habían indicado la mesa que debíamos ocupar, cerca de donde estaban cenando los del Club de los Impares, y acabábamos de tomar asiento, Antonio insistió:
–Creo que antes de levantarnos para ir al buffet debemos llamar a Ram, Martínez no aparece…
–¡Claro! –le interrumpió papá–, ya lleva más de media hora de retraso. Seguro que el viejo nos jode el viaje.
Entonces, Paloma clavó una mirada incisiva en el rostro de mi padre y sin molestarse en ocultar el desprecio que le inspiraba, respondió agriamente:
–Mira, Carlos, no creo que Arístides tenga intención de fastidiarle el viaje a nadie. Si pudieras pensar con claridad, cosa que a estas alturas ya dudo, te avergonzarías del papelón que estás haciendo, y te darías cuenta de que los tiros van por otro lado.
Y sus ojos que siempre me habían parecido cálidos, en aquel momento se mostraban fríos como el hielo, y fulminaron el rostro de Mariola:
–¿Qué quieres decir? –le preguntó papá haciéndose pasar por ofendido aunque, conociéndole, dudo que debiera de importarle un rábano lo que pensaran los demás.
–No creo que…
Pero Paloma se calló en seco, porque en aquel instante, justo en aquel preciso instante, apareció Martínez, con una sonrisa de oreja a oreja y como si todo aquello no fuera con él:
–¡Caramba! Arístides –le dijo María– , nos tenías en un sin vivir. Espero que hayas podido resolver todo aquello que precisaba tu atención.
–Por supuesto, amiga mía.
–Bien –repuso Mariola–, pues como ya estamos todos, podemos ir pensando en la cena. Seguro que Martínez debe de estar más hambriento que nosotros.
Pero entonces, Arístides, se pasó la mano por el pelo embadurnado de colonia Floid, cuyo aroma había perdido un poco su intensidad gracias al contacto con el aire contaminado de Nueva Delhi. Después se acarició varias veces la barbilla mientras en sus labios se dibujaba una sonrisa irónica:
–Nada me haría más feliz que cenar con vosotros, pero por fortuna acabo de comer unas lonchas de jamón de Jabugo con pan de pueblo y un trozo de queso de Cabrales, que me han sabido a gloría bendita.
Todos nos quedamos pasmados, y Antonio preguntó:
–¿Cómo es posible?
–A lo mejor hay algún restaurante español en Nueva Delhi –insinuó su mujer.
–No lo sé, amiga mía, pero cuando uno tiene amigos en todas partes es fácil que le agasajen.
Mariola se levantó dispuesta a abordar el buffet, y al pasar justo al lado de Martínez le susurró muy cerca del oído:
–Me has dejado estupefacta, Arístides.
Y él, le contestó en voz baja
–La vida está llena de sorpresas.
Mientras me servía un poco de arroz blanco, Gloría y María, que observaban con inquietud un recipiente de extrañas croquetas disformes, como si se preguntaran con los ojos qué sabor tendría aquello, se percataron de mi presencia y enseguida quisieron conocer mi opinión en relación con el affaire Martínez:
–¿Dónde crees que debe de haber ido el viejo, Nora? –me preguntó María.
–No tengo ni idea –contesté.
–Seguro que detrás de todo esto debe de haber una mujer –sentenció Gloría–, aunque a su edad tendría que darse cuenta de que el cuerpo ya no le acompañará si le sorprende un arrebato de lujuria.
Harta de escuchar tantas sandeces, tuve que morderme la lengua antes de contestar, porque no me faltaban ganas de mandarlas a paseo, y a pesar de mis precauciones reconozco que no fui demasiado educada:
–¿Y a vosotras qué os importa? –y continué elevando un poco la voz–, ¡¿Acaso os ha perjudicado en algo?! ¡Dejadle vivir su vida! De momento, se ha metido entre pecho y espalda un buen jamón de Jabugo y queso de Cabrales, mientras que yo me llevo a la mesa un plato de arroz insípido y seco.
Di media vuelta y me fui, y aunque continuaban inmóviles contemplando las croquetas, María respondió:
–Oye niña…
–Déjala, pobrecita –le interrumpió Gloría–, está medio desquiciada viendo como su padre anda, a todas horas, sobando al putón verbenero de Mariola.
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Al día siguiente, teniendo en cuenta las indicaciones de nuestro guía, estábamos en recepción a las siete de la mañana con las maletas en la mano. Nos íbamos a marchar a Samode, un pueblecito cerca de Jaipur, la llamada ciudad rosa. Al poco rato vino Ram, y para no perder la costumbre, nos hizo subir al bus, que seguía ofreciendo la misma sinfonía de ruidos extraños que el día anterior.
Según nos dijo, cogeríamos la autopista, y para ello tuvimos que cruzar media Nueva Delhi envuelta en aquella miseria que ya conocíamos, hasta llegar a un barrio donde cualquier infraestructura urbanística brillaba por su ausencia, las calles estaban inundadas de lodo y varios rascacielos aparecían de manera anárquica a lo largo del recorrido. El guía lo calificó de zona residencial.
Cuando ya llevábamos un buen rato dentro del autocar, hicimos una parada en un recinto que era lo más parecido a una área de servicio. Todos bajamos para estirar un poco las piernas o tomar algo caliente, y nos entretuvimos mirando baratijas en la tienda del lugar.
Llegó la hora de regresar al bus y fuimos a buscarlo andando tranquilamente. Mientras que Arístides y yo hablábamos de cosas sin importancia, Ram se me acercó para decirme que mi padre se demoraba demasiado en el puesto de souvenirs. Corrí a advertirle de que estábamos esperándole, y tal como sospechaba, Mariola se encontraba con él, y pude escuchar como papá le decía:
–Supongo que no te echarás para atrás.
A lo que ella contestó:
–Por supuesto que no, soy una mujer de palabra.
Continuará…
Muy interesante el texto y la historia.
ResponderEliminarEstoy intrigada y, al mismo tiempo, consigues que me traslade a aquellas calles envueltas de distintos olores y colores. Maribel
ResponderEliminarCada vegada es posa mes interesant,ja espero el proxim capitol. Continua escrivin.Marta
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