Capítulo Séptimo
Aquella tarde fuimos a dar un paseo por Samode. Abandonamos el lujo palaciego del hotel, y la suciedad, el olor a orina y a excrementos, y los residuos amontonados en cualquier lugar, nos acompañaron de nuevo a lo largo de nuestro recorrido. Menos mal que aquel era un pueblo pequeño y la circulación temeraria y ruidosa, propia del país, parecía más apaciguada. En el centro las calles resultaban estrechas para la cantidad de gente que allí se concentraba, y si no prestabas atención tropezabas con otras personas, preocupadas por vender sus mercancías o dedicadas a la mendicidad. También podías darte de bruces con un tenderete de frituras, y en el peor de los casos, echarte encima de una vaca, de un mono, o de alguno de aquellos perros, de mirada triste y hambre acumulada a lo largo de los tiempos, que callejeaban por todas partes.
A aquellas alturas ya venía siendo habitual tener que contemplar que la pobreza exhibida fuese mucho mayor de lo que uno podía haberse imaginado. En semejantes condiciones la gente debía
morir de hambre, de sed, y de enfermedades que en Occidente tendrían fácil curación. Estaba convencida de que el derroche y la opresión del mundo civilizado, junto con las desigualdades sociales, que convertían a los pobres en auténticos miserables, y permitían a los ricos multiplicar su fortuna, a lo que había que sumar la nefasta actuación del Gobierno, y la influencia nociva de las religiones, que condenaban a las personas a la más absoluta y desgarradora indigencia.
Como la temperatura era agradable, las puertas de algunas casas estaban abiertas y mi curiosidad fue la causa de que una mirada rápida se escapara hacia el interior de las viviendas. La estructura y la decoración siempre eran las mismas, una sala con dos o más colchonetas tiradas en el suelo y una mesita de madera. Nunca vi ni televisores, ni cualquier otro tipo de electrodomésticos de los que se usan en los países avanzados.
Fuimos al mercado, que tal como habíamos visto en Delhi era una mezcla anárquica de elementos.
En los bazares además de vender alimentos, frutas, verduras, especias y galletas, también se podían encontrar sedas, sombreros, peines, gafas de sol y jabón entre otras muchas cosas, todo cubierto de una espesa capa de polvo. Nos detuvimos en uno de ellos, y Mariola, para no perder la
En los bazares además de vender alimentos, frutas, verduras, especias y galletas, también se podían encontrar sedas, sombreros, peines, gafas de sol y jabón entre otras muchas cosas, todo cubierto de una espesa capa de polvo. Nos detuvimos en uno de ellos, y Mariola, para no perder la
costumbre, trató de llamar la atención de mi padre, colocándose encima de lo que llevaba puesto en un sarí de vivo color:
–¿Verdad que me queda perfecto?
Y cuando papá solo había tenido tiempo de responder un escueto:
–Sí
Mariola obsequió con una mirada asesina a Paloma, e insinuándose desvergonzadamente, se colocó frente a Alberto y le preguntó:
–¿No te parece estupendo para la noche de Fin de Año?
Pero justo en el momento en que imaginé que Paloma saltaría a su cuello como un hiena herida, todo se paralizó. Los comerciantes dejaron de hacer su trabajo y se quedaron boquiabiertos e inmóviles. Un anciano que, sentado en el suelo, vendía productos de la huerta y que sujetaba un manojo de cebollas en la mano mientras su cliente, agachado, le tendía un billete de cinco rupias, permaneció quieto contemplando aquella visión. Turistas y paseantes contenían el aliento y los sonidos agudos y el griterío, que minutos antes me martillearon la cabeza, se mantuvieron suspendidos en el espacio. No se oía ni el vuelo rasante de los mosquitos. Una mujer de belleza sin nombre, de mirada intensa, piel cetrina y larga cabellera azabache que ondeaba con la brisa del atardecer, enfundada en un lujoso sarí verde esmeralda, descendía por la callejuela. De sus orejas y cuello colgaban joyas tintineantes y relucientes bajo los últimos rayos del sol. Su ropa dejaba entrever la perfección de las líneas de su cuerpo, que parecían obra del cincel de un escultor del Renacimiento.
Martínez, que la contemplaba atónito, igual que papá, Alberto, Ram y los demás hombres del grupo, se acarició el pelo con la mano, y como otras veces un olor penetrante a colonia Floid perturbó el ambiente. La bella desconocida, pasó muy cerca de nosotros, su cuerpo exhalaba el aroma del perfume de jazmín que, probablemente, acababa de acariciar su deseada piel.
Mariola echó una ojeada a su indumentaria, se había colocado, con bastante mala pata, un sarí azul encima de la camisa blanca y los pantalones tejanos que llevaba puestos, y al darse cuenta de que su aspecto era lastimoso comparado con el de aquella Venus de Oriente, se deshizo del exótico ropaje con un movimiento rápido, y enojada nos hizo saber:
–Si de mí depende podemos marcharnos, acabo de decidir que no voy a comprarme nada.
Yo hacía lo posible para contener la risa, pero Paloma estalló en una sonora carcajada.
En pocos segundos todo volvió a la normalidad.
De regreso al Samode Palace, papá y Mariola caminaban encabezando el grupo, nadie decía
nada, hasta que el guía rompió el silencio anunciándonos que debíamos cenar pronto y aprovechar para descansar, porque el día siguiente iba a ser duro.
Martínez, que andaba a mi lado resopló y me dijo:
–¡Ay Nora! Hoy me siento cansado, no debo tener edad para estas tribulaciones, si mañana todo se presenta tan difícil, tal vez sea preferible que me quede en el hotel.
–Ni se te ocurra, Arístides ¿Qué haría yo sin ti? Lo que sucede es que tu corazón se ha impresionado al contemplar a la joven que ha pasado por delante del bazar y, ya no tienes edad para estos sobresaltos.
–Ni que lo digas, criatura –contestó–, hacía años que no veía una hembra como aquella.
A pesar de la cordialidad de su respuesta, pensé que tal vez le había tratado con excesiva familiaridad y me disculpé rápidamente:
–Lo siento, Martínez, no debía de haberte dicho esto, pero sucede que tienes la misma edad que mi abuelo, llevas su misma marca de colonia, me gusta hablar contigo igual que con él y a veces pienso…
–Déjalo, Nora –me interrumpió–, porque entre el recuerdo de la perspectiva de una mujer como la que nos acabamos de encontrar, y los halagos de una muchacha tan encantadora como tú, en tan pocos minutos de diferencia, mi anciano corazón acabará por colapsarse.
–Te agradezco que no le des importancia, pero estoy segura de que me he tomado excesivas confianzas.
–Porque te recuerdo a tu abuelo tengo que disculparte. ¡Si es lo más natural del mundo! y yo encantado Por lo visto somos de la misma generación. No tengo nietos ¿sabes? Sólo aquel par de zánganos de mis sobrinos, que esperan a que me muera cuanto antes para poder heredar. Así que olvídalo, por favor
En aquel momento estábamos muy cerca de mi padre y de Mariola y oímos como le decía:
–Créeme, cariño, deberíamos de hacerlo hoy mismo, y en Año Nuevo lo rematamos.
–No sé, no sé –le contestó–, no me gusta precipitarme.
Papá la miró incrédulo e insistió:
–Sé que estarás a la altura de las circunstancias.
–¡Pues claro!
–Sí, sí, pero hace un momento que te has insinuado al marido de…
–Naturalmente –le interrumpió–, las cosas hay que hacerlas con cuidado, forma parte de la estrategia y no quiero decepcionarte, si fallamos no tendremos otra oportunidad.
–Tampoco es cuestión de…
Pero Mariola colocó su dedo índice en posición vertical encima de los labios de papá, que se calló, y ella añadió en voz más baja:
–Silencio, querido, ten paciencia que en Año Nuevo todo va a salir perfecto.
Entonces quiso dar un beso en la mejilla de mi padre, pero se percató de nuestra presencia y se contuvo.
Arístides me miró preocupado.
Continuará…
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