En los años posteriores a la II Guerra Mundial, se fue instaurando en la Europa occidental el estado del bienestar, que supuso importantes logros en términos de redistribución y reducción de las desigualdades de renta per cápita, lo que llevó al viejo continente a la formación de una clase media dominante que garantizaba su estabilidad económica. Pero al igual que en cualquier estructura que tiende a la expansión, en los últimos tiempos se registraron permanentes aumentos de los sistemas de protección social que dispararon el gasto público. Antes de la crisis, gracias a la voluntad política de querer expandir semejante dispendio sin tener que subir los impuestos, ya se generaron importantes déficits presupuestarios, además de una significativa acumulación de deuda, que obligó a los gobiernos a buscar financiación en los mercados exteriores; lo que en el futuro condenaría al sector privado a un excesivo endeudamiento para hacer frente a más cargas impositivas. Por tanto, la política anticíclica es el único mecanismo de viabilidad económica para el crecimiento de un país a largo plazo.
John Maynard Keynes[1], padre de dicha doctrina, propuso que durante los periodos de economía expansiva de un país, el Estado debía actuar manteniendo bajo control la inflación, a través de lo que se denominan políticas restrictivas, que consisten en un aumento de los impuestos y una reducción del gasto público, junto con una subida de los tipos de interés para que, llegada la fase de decrecimiento económico puedan adoptarse políticas expansivas, tales como el incremento del consumo, la reducción de la presión impositiva, y una disminución de las tasas de interés. Porque, según sus teorías, los dos grandes problemas macroeconómicos a los que tiene que enfrentarse un gobierno son el control de la inflación y el desempleo.
Estas serían, en esencia, las medidas anticíclicas propuestas por Keynes y que una gran mayoría de economistas defienden, a fin de suavizar los efectos extremos de los ciclos económicos y favorecer la riqueza de una nación manteniendo los niveles de crecimiento moderados para poder reactivar su economía. Por esa razón, no es de vital importancia que haya un equilibrio presupuestario estricto en cada ejercicio político. En cambio, en épocas de crecimiento económico, si hay que procurar que los presupuestos del Estado registren superávit, para compensar el déficit propio de las épocas de recesión.
Llegados a este punto podemos empezar a analizar lo que ha sucedido en España, después del espectacular crecimiento económico vivido entre los años 1996 y 2006 , fase de bonanza anormalmente larga debido al increíble aumento de la rentabilidad en el sector de la construcción y las facilidades para acceder al crédito.
En el 2008 con la crisis financiera iniciada en Estados Unidos a causa de la suspensión de pagos de LehmanBrothers, el ejecutivo de Rodríguez Zapatero no supo, o no quiso ver la que se nos venía encima, mientras que empresas y familias descubrieron como su endeudamiento crecía y su economía se derrumbaba.
Pero ¿qué debería haber hecho el Gobierno en tal situación? De lo analizado hasta ahora se deduce, que durante el largo período de crecimiento previo a la crisis, se hubiera tenido que controlar la inflación, contrarrestándola con una política monetaria y fiscal restrictiva. España necesitaba subir los tipos de interés para detener la política de crédito tan fácilmente desarrollada por las entidades financieras.
Pero como el Banco Central Europeo, es quién determina los tipos de interés desde la formación de la Unión Económica y Monetaria, y en aquel entonces los mantenía reducidos para ayudar a Alemania a atravesar una situación de crecimiento cero, la única política de la que podía valerse el gobierno español para controlar la inflación era la fiscal, y es aquí donde, a mi entender, radica el kit de la cuestión. Si se seguía la disciplina de Keynes, habría sido necesaria una subida de impuestos y una disminución del gasto público; pero como en nuestro país no hay un solo político dispuesto a aumentar gravámenes y a reducir bienes y servicios a la ciudadanía durante una época de bonanza económica, porque correría el riesgo de perder las siguientes elecciones, se da la paradoja de que se asocia un mayor gasto a la obtención de mejores réditos electorales. Por lo tanto, durante los períodos analizados, incluyendo el 2010, cuando Europa hizo que nos ajustáramos el cinturón, el Estado siguió gastando en proyectos de dudosa eficiencia, como sufragar la compra de ordenadores a los escolares, establecer líneas de trenes de alta velocidad que jamás serán amortizadas, crear aeropuertos donde nunca aterrizará un solo avión, o bien incrementar la cantidad de prestaciones sanitarias públicas.
A todo ello cabe recordar que el artículo 31.2 de la Constitución española dice textualmente que “el gasto público será equitativo a los recursos públicos y su programación y ejecución responderán a los criterios de eficiencia y economía” pero a la vista de los hechos, sobran los comentarios.
Así las cosas, ante la imposibilidad de realizar políticas restrictivas en la fase expansiva del ciclo económico, para que el Gobierno pueda mantener los incentivos electorales, la única solución posible sería una reforma constitucional para alargar la vida de la legislatura. Es decir, sustituir los cuatro años de mandato establecidos hasta ahora en España, por siete, tal como ocurre en la República Francesa. Esta medida permitiría que el Ejecutivo legislara durante un período lo suficientemente largo para poder establecer sus políticas económicas, que deberían ir acompañadas de una mayor transparencia en relación con la financiación de los partidos políticos para evitar su excesiva dependencia de las entidades de crédito, y garantizar la formación de ciudadanos capaces de razonar por sí mismos sin que se dejen influenciar por la constante demagogia, a la que nuestros líderes nos tienen acostumbrados, en torno al estado del bienestar.
Ciudadano Global
[1] Cambridge 5 de junio de 1883-Firle 21 de abril de 1946. Economista británico cuya ideología tuvo una gran influencia en las teorías económicas y políticas modernas, y también en las políticas fiscales de muchos gobiernos.
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