Eran las cinco de la tarde de un día gris de invierno cuando los bomberos entraron en un edificio de apartamentos, seguidos de un par de agentes de la urbana, los de la policía judicial y los del 061. Se detuvieron en el primer piso, y llamaron insistentemente a la puerta de una de las viviendas. A través del cristal casi opaco de la ventana del patio de luces que daba a la escalera, se reflejaban algunas sombras que dejaban adivinar lo ocurrido.
Un anciano, de aspecto cansino y mirada somnolienta, les abrió y al ver a tanto personal uniformado en el rellano, palideció:
–¿Qué ocurre?
–¿Acaso no se ha enterado? –preguntó de mala gana el de la guardia urbana.
–No sé a que se refiere, estaba viendo la televisión y me he quedado dormido en el sofá –contestó el hombre.
Los de la policía judicial abrieron la ventana, que de momento nadie se atrevía a tocar, y fue entonces cuando el hombre vio por primera vez lo sucedido.
La joven estaba boca abajo con el cuerpo desnudo. Su melena rubia y despeinada se enredaba con uno de los setos que convivían con cubos y escobas en aquella especie de trastero a cielo abierto. Su piel, de un blanco transparente, todavía no había adquirido el color amoratado de la muerte. Los del servicio de urgencias médicas entraron rápidamente en el piso para socorrerle. Pero cuando le dieron la vuelta, ya hacía tiempo que la vida había huido de su ser. Y el horror se apoderó de todos los presentes. El cadáver no tenía rostro, lo había perdido al dar de bruces en el suelo, tras caerse desde la octava planta.
Entonces empezaron a oírse voces que provenían de los pisos superiores, y una mujer obesa, con el ánimo crispado, se precipitó en el rellano haciéndose un hueco en medio de los presentes:
–Era mi vecina.
–¿Cuánto tiempo hacía que vivía en el edificio? –le preguntó un policía.
–Unos cinco años.
–¿Sola?
–No, con su marido, supongo.
–¿Ha visto algo o a alguien que le haya llamado especialmente la atención?
–Verá, solo he oído que llenaba de agua la bañera. Las paredes de esta casa parecen de pergamino, y una, sin proponérselo, puede conocer la vida y milagros de los demás. Luego se escucharon unos gritos horribles y un ruido estrepitoso –hizo un gesto con la cabeza para señalar el patio de luces y añadió:–Que venía de ahí fuera y que me ha dejado paralizada. El resultado está a la vista de todos.
–¿Sabe usted a qué hora llega a casa el marido?
–Alrededor de las ocho y media de la noche
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Sucedió que, sin darse cuenta, el anciano se quedó solo en el rellano. Los bomberos, al ver que no se precisaba de sus servicios, decidieron marcharse. Uno de los agentes de la judicial, subió al piso de la víctima acompañado de la urbana y de la vecina, mientras que, el otro cubría el cadáver con una manta y esperaba la llegada del juez. Los del 061 recogieron sus bártulos y también se largaron, pero el hombre seguía inmóvil, apoyado en el marco de la ventana, contemplando la dramática perspectiva.
El rostro, cansado y somnoliento, que exhibió al abrir la puerta de su domicilio cuando la autoridad competente así se lo requirió, había adquirido una dureza inusual. Sus ojos verdes, medio escondidos detrás de unas gafas metálicas, que a menudo resbalaban por su excesiva nariz, habían perdido toda la expresividad y su mirada se extraviaba en el infinito. Sus espesas cejas se arqueaban arrugando su amplia frente, por donde se deslizaba un frondoso mechón de pelo blanco, por su expresión parecía que quisiera encontrar una respuesta al por qué de todo aquello. Apretaba con fuerza los labios, intentando contener su malestar. La pérdida de una vida joven no dejaba de torturarle la conciencia:
–Me gustaría creer que todo ha sido un mal sueño –se decía– pero tengo que admitir que es la pura verdad. Debía de estar drogada. La juventud de hoy en día es insaciable, y siempre ávida de nuevas sensaciones. Han tenido una vida regalada, no como nosotros que pasamos las penurias de la guerra y comíamos algarrobas para tener algo en el estómago. Viven a costa de los padres hasta los treinta y tantos. Les apodan la generación “ni-ni” porque ni estudian ni trabajan. Y ellos, como si tal cosa… como si de un juego se tratara, buscan emociones diferentes y viajan a la estratosfera gracias a eso que llaman…
El anciano dudó unos instantes, y provocó una secuencia de chasquidos con los dedos, mientras las palabras, desobedientes, se resistían a desprenderse de sus labios:
–Debe ser la demencia que ya no me deja pensar.
Por fin exclamó:
–¡Ah, sí! Drogas de diseño. ¡Y zas ¡ Se lanzan al precipicio y en lugar de ir directos a las estrellas, se dan de bruces en el suelo.
Tras unos segundos de silencio, negó con la cabeza y añadió:
–¡Ay Señor! Lo que hay que ver. Sin ir más lejos –y señaló el cuerpo de la joven, que yacía junto al seto–, ayer me la encontré en la escalera. Rebosaba vitalidad. Y tal vez por compasión, me dedicó una sonrisa aduladora, que a mi edad siempre es de agradecer. Y mira tú por dónde, veinticuatro horas más tarde aterriza muerta y sin rostro en el patio de mi casa. En mis tiempos no necesitábamos veneno para vivir al filo de lo imposible. Estábamos más reprimidos, sí, y la estrechez pecuniaria favorecía la abstención de muchos de los caprichos que se nos antojaban. Nos contentábamos con fumarnos un paquete de Celtas, bailar cuánto más pegados mejor, y si tropezábamos con la hembra adecuada, echar una canita al aire En cambio éstos mocosos de hoy en día, presumen de tener el mundo en sus manos y desafían las leyes del Universo Si tuvieran un poco más de sentido común, no se atreverían a jugar con su vida, solo para acabar con el cuerpo reventado y tapado con una manta de cuadros.
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En la octava planta, la urbana interrogaba a los vecinos, mientras que el policía se disponía a entrar en el domicilio de la víctima. La puerta no estaba forzada y gracias a una ganzúa logró abrirse paso al interior del piso. El vestíbulo estrecho y largo, conducía a la sala de estar. De una de las paredes colgaban varios cuadros, que parecían adquiridos en países lejanos, junto con dibujos de Corben y telas procedentes de la escuela paisajística de Olot. En la pared de enfrente del corredor había tres puertas cerradas, que daban acceso a distintas habitaciones. La primera conducía a un estudio perfectamente ordenado. La segunda se abría a un cuartito que hacía de antesala del dormitorio principal. El policía entró y encima de la cama de matrimonio encontró, doblado, un juego de sujetador y bragas de encaje blanco, y unas medias negras.
Al ir a abrir la tercera puerta, creyó que estaba atrancada pero después de mucho forcejeo cedió y fue a parar al baño, donde una docena de toallas, arrojadas en el suelo, eran la causa de las dificultades que acababa de tener. En el ambiente flotaba un profundo aroma a jazmín, que provenía de un frasco de cristal estrellado junto al lavabo. Pero de la ventana abierta de par en par, se colaba un aire gélido que rebajaba la intensidad de aquel perfume tan penetrante. El grifo de la bañera seguía abierto y sin posibilidad de vaciarse, el agua se deslizaba por el suelo con absoluta impunidad camino de extenderse por todos los rincones de la vivienda.
El policía intentó frenar la inundación cerrando la llave de paso, pero antes de que alcanzara la válvula, vio la cabeza desafiante de la asesina. Se sobresaltó, sacó la pistola, apretó el gatillo y disparó una sola bala de su revólver. Los de la urbana, alertados por la detonación, se precipitaron dentro de la vivienda, y encontraron al agente de la judicial apoyado en el umbral de la puerta del baño, guardando su arma en la cartuchera.
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Una hora más tarde, el marido llegaba a su domicilio, los de la policía le esperaban en la puerta de la calle y tras identificarse, lo acompañaron al interior del edificio. El hombre les interrogaba con la mirada, pero al ver que pasaban los segundos y no le decían nada, preguntó alarmado:
–¿Qué ha ocurrido?
–¿Tiene usted una serpiente en casa?
–¡¿Me están tomando el pelo?! –gritó exasperado–. ¿Para esto me han obligado a venir a toda prisa? ¡¿Cómo diablos voy a tenerla?! ¡ Mi mujer tiene fobia a los reptiles!
Entonces uno de los agentes tuvo que comunicarle la fatal desgracia. Su esposa se había precipitado al vacío al verse atacada por una anaconda de extraordinarias dimensiones, que había invadido el baño de su residencia asomándose por el inodoro.
MARÍA BASTITZ
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