PRIMERA PARTE
María, sentada
frente a la
chimenea apagada, en un sillón
desvencijado, único mueble
que quedaba del
salón de su
casa, que recién
estrenada habría sido
digna de ocupar
las páginas de
una revista de
decoración, intentaba recomponer
su pasado inmediato.
Miraba
las paredes desnudas, las
deudas de juego
de su ex – marido
se habían llevado
los cuadros de
Casas, de Picasso
y de Miró,
y las lámparas
de cristal de
Bohemia. Solo habían
sobrevivido a las
ventas y sucesivos
empeños, las vigas
de madera del
techo, cada vez
menos lustrosas. Mientras
tanto, su familia,
los Puigdevall, esa
que Dios le
da a cada
uno sin derecho
a escoger, y
en particular su
madre, mujer de
profundas creencias que
simpatizaba con el
Opus Dei, se
limitaban a decirle:
–Ya
te advertimos que
no debías casarte
con él, pero
no nos escuchaste.
A
pesar de que Puigdevall
Perfumes S.A, la
empresa familiar, funcionaba
viento en popa,
sus padres no
soltaban ni un
euro para ayudarla pero,
como muestra de su buena
voluntad, le compraron,
a un precio
irrisorio, las acciones
de la compañía
que su abuelo
le había dejado
al morir:
–Todo sea
por los niños –decían, aunque con lo que
le dieron no tuviera ni
para pañales.
Su padre,
que le reprochaba
que se hubiera
casado con un
sinvergüenza, parecía más
dispuesto a apoyarla,
pero nunca se
decidía a dar
el paso, y
le advertía:
–En
esta vida hay que
ser consecuente con
las decisiones que
se toman, María, nos
dijiste que estabas
enamorada de aquel
hombre y nos
vimos obligados a
transigir, aunque siempre
supimos que era
un crápula. Pero,
veré que puedo
hacer.
–Gracias
papá –respondió con la
esperanza de que
esta vez fuera
verdad.
–¡¿Cómo
permitiste, hija, que
se jugara tu
herencia y vuestros
ahorros en Montecarlo?!
–se alarmaba el
hombre cada vez
que lo recordaba –,
se fundió cinco
millones de euros
en tres días.
–Yo
no sabía nada
papá –se lamentó María,
que no tardó
en echarse a
llorar, y añadió:–¡Confiaba tanto
en él!
Un
día, que había
ido a almorzar
con su madre
a su casa de la
Bonanova, intentó pedirle
auxilio. A fin
de cuentas, la
señora Puigdevall, se
dejaba sablear por
su hermano Borja
cada vez que
este necesitaba deslumbrar
a su mujer,
pues su cuñada
entendía el amor
de un Puigdevall
como un intercambio
de pasión y
diamantes, y debía
sellarse, siempre que fuera
necesario, con una
fruslería millonaria de
cualquiera de las
joyerías del Paseo
de Gracia. Abrumada
le dijo:
–Venderé todo
lo que tengo,
mamá, pero mientras
no lo consigo
solo te pido
una ayuda para
dar de comer
a los niños.
Y
obtuvo por respuesta:
–Esos
hijos tuyos no son sangre
de mi sangre,
en cambio los de
Borja
sí. No tuviste
suficiente casándote con
semejante depravado, que
encima adoptaste dos
niños con él.
María
no le arrancó
la compasión que
esperaba, y lejos
de afligirse por
la situación de
sus nietos, la
señora Puigdevall, aprovechó
para hurgar más
en la herida:
–Mira,
hija, las desgracias
nunca vienen solas.
Primero el divorcio,
después tú ruina… Esto
te servirá de
experiencia para establecer
prioridades. Y como
de ahora en
adelante, no podrás
frecuentar Santa Eulalia, no
tirarás el dinero
comprando modelitos de
alta costura y
te resultará más
cómodo afrontar los
gastos de los
niños.
De los
ojos de María
se escapaban lágrimas
de rabia cada
vez que recordaba
aquella escena. Además
de las pinturas,
lo vendió todo,
el mobiliario Art - Decó
de su habitación,
las joyas que
había heredado de
su abuela, una
colección de bolsos
de Hermés y
otra de Chanel,
para poder pagar
a un buen
abogado, dado que
el sátrapa de
su marido no
facilitaba las cosas
y su proceso
de separación duró
más de dos
años.
Entonces,
su mirada, que
hacía un recorrido
exhaustivo por todos
los rincones de
aquel espacio que
antes había sido
un magnífico salón,
se detuvo en
el ángulo justo
donde se encontraba un mueble
cajonera de estilo
colonial, y recordó
como el invierno
pasado lo tuvo
que destrozar a
hachazos para que
ardiera en la
chimenea y calentara
el ambiente. Todo sucedió tan
rápido, pensó.
Después
de deshacerse de su
ex, la
costosa sentencia de divorcio acabó
con lo poco
que le quedaba
y la dejó
completamente arruinada, pero
María volvió a
trabajar de guía turística, en
viajes Borneo, como
lo había hecho
antes de su
matrimonio, pudo sacar
adelante a sus
hijos, que continuaron
en el colegio
alemán, y fue
pagando sus deudas,
porque aunque su
casa había sido
el regalo de
bodas de sus padres, el
necio de su marido
le exigió que
la
hipotecara para hacer
frente a sus
costosas juergas. Y ella,
que en aquel
tiempo estaba muy
enamorada de él,
no se lo
pensó dos veces.
Los días
iban pasando sin
grandes sobresaltos y,
en otoño, cuando
regresó de un
viaje a Roma,
descubrió que aquel
compañero de trabajo,
que la miraba
embelesado en la
Fontana de Trevi,
acaparaba las atenciones
de su maltrecho
corazón, pero como
desconocía la fuerza
de su amor
y no sabía
si sería correspondido
tal como esperaba,
no estaba dispuesta a
sufrir en vano y decidió
que el asunto
formaría parte de
sus secretos más
íntimos hasta que
se sintiera capaz
de valorar la
intensidad de sus sentimientos.
A mediados de
2008, cuando la
crisis ya empezaba
a dejarse sentir
y el Gobierno
la negaba, viajes
Borneo entró en
concurso de acreedores,
y a María
la echaron a
la calle. Como
llevaba pocos meses
trabajando tuvo que
contentarse con una
indemnización mínima y
un escaso subsidio
de paro, pero
los pagos caían
puntualmente cada mes,
y como ya
había ocurrido antes,
los suyos le
dieron la espalda. La
manera de actuar de
su padre ya
no le era
desconocida, siempre prometía
ayudarla pero su
buena voluntad se
esfumaba en un
abrir y cerrar
de ojos, y estaba segura
de que su madre prefería
verla muerta antes
de tenderle una mano para
que levantara cabeza.
Su hermano Borja,
ya tenía bastante
con sus hijos
y los caprichos
de su esperpéntica
mujer. La única
que habría podido
contribuir a sufragar
sus deudas era Tatiana,
su hermana mayor,
pero desde que
se licenció en
Ciencias Políticas se
había ido a
vivir a Nueva
York y, de
momento, no quería
marearla con las
angustias de su
depauperada economía.
Los
niños tuvieron que
abandonar el Colegio
Alemán, a causa
de las estrecheces,
para ir a
la escuela pública.
Mientras que la
señora Puigdevall, siempre
tan poco dispuesta
a socorrerles, conturbada
con la novedad,
no paraba de quejarse
a su marido:
–Dime,
Néstor ¿Con qué
otra desgracia nos
sorprenderá la vida,
ahora que algunos
de nuestros nietos
ya van a
un colegio del
Estado?
El
hombre, de pelo
ondulado grisáceo y
cejas pobladas, estaba
sentado en un
sillón de la
biblioteca de su
casa leyendo el
periódico, levantó los
ojos, miró a
su mujer y respondió:
–Ya
sabes que no
me gusta hacer
distinciones con nuestros
hijos, y así
se lo dije a María, pero si
la ayudáramos un
poquito no le costaría tanto
salir adelante.
–¡Ni
se te ocurra!
Toda la vida
ha sido una
irresponsable, una anchoa
de barril que
se ha dejado
engatusar por el
primero que ha
pasado…Y ya sabes
que tengo muy
claro que si
he de anticipar
mi dinero para
contribuir al bienestar
de nuestros hijos, solo se
lo daré a
Borja, porque sus
niños son sangre
de nuestra sangre. Y afortunadamente,
nuestra hija, Tatiana es una mujer
independiente que nunca
nos ha pedido
nada. En cambio
Marieta, tiene en
casa a esas
criaturas que fue
a buscar al
otro extremo del
mundo, que no
tienen padre ni
madre y ¿quién
nos puede asegurar
que no son
hijos del pecado?
El
marido al escuchar
sus palabras, la
miró con indiferencia,
como si no
atinara a comprender
por qué su
mujer atribuía siempre
el origen de la humanidad
a un antojo
de Satán para
tentar al hombre,
en lugar de
creer que la
procreación era fruto
del deseo, del
amor o del
placer, que a
fin de cuentas
es la sal
de la vida,
pero no estaba
dispuesto a discutir,
pues la experiencia
le había enseñado
que llevarle la
contraria era una
pérdida de tiempo,
dado que nunca
se avenía a
razones, y
cuando menos se
lo esperaba le
soltaba aquel refrán
popular que tanto
le enervaba : El
hombre es fuego,
la mujer estopa,
viene el diablo
y sopla. Así las
cosas, solo le
reprochó:
–¡Por
el amor de
Dios! Siempre estás
con la misma
cantinela. María es su
madre, y el padre un
individuo que no
quiero ni nombrar …
–¡Padres
adoptivos! –le interrumpió–. No
lo olvides, Néstor. ¡Adoptivos!
–¡Y
qué más da! En
estos momentos Borja
no necesita nuestra
ayuda, ni Tatiana
tampoco. Para mí
los hijos de
Marieta son nietos
igual que los
demás, y veré
qué puedo hacer.
–¡Ni
se te ocurra!
–¿Quién
te crees que
eres tú para
impedírmelo?
–¡Tú
mujer! ¡Qué harta
está de tus
líos de faldas! Así que
ya sabes, si
no cumples con
lo que te
exijo pediré el
divorcio y tu
fortuna quedará reducida
a la mitad.
–No
empieces otra vez,
la desgracia de nuestro matrimonio
nada tiene que
ver con este
asunto
–¿Ah
no? –y ladeó la
cabeza enojada–, tu
capacidad de sorprenderme
aumenta día a día.
–¿Cómo
puedes ser tan
cruel? ¡María es
tu hija!
–No,
la tuya, Néstor,
no te confundas. Creo que
no puedo expresarme
con más claridad,
y no deseo
volver a hablar
del tema.
Después
de seis meses,
en los que
María y los
suyos fueron tirando
a trancas y
a barrancas, se
acabó el paro. Entonces corrió
al Banco de Barcelona
para renegociar la hipoteca de
su casa, pero
no se lo
permitieron. Dejó de
pagar un mes,
otro y otro,
hasta que un
día le mandaron
un burofax de
una notaria de la Diagonal
donde le indicaban
que, en un
plazo de diez
días debía saldar
la deuda que
mantenía con su
entidad bancaria, o de lo
contrario procederían
a despachar la
ejecución de los
bienes hipotecados, por
el importe total
del préstamo hipotecario.
Y sin que
le dieran la
oportunidad de explicar
lo que le
estaba ocurriendo, de que su
deseo era condonar
la deuda, pero
las circunstancias no se lo
permitían, esos mal
nacidos le exigían
que pagara la totalidad
de la casa
o la meterían
de patitas en
la calle. Finalizó la
moratoria dada y el Juzgado
de Instrucción 40 de Barcelona
le notificó que
por el procedimiento
de autos nº285/2013,
en un plazo
no superior a treinta días,
su vivienda se
sacaría a subasta pública.
A María se
le habían terminado
las fuerzas para
luchar, estaba hundida
en la desesperación
y se había
abandonado a su
suerte.
En aquellos días
de junio de
calor intenso, los
niños habían dejado
de ir al
colegio y revoloteaban
por la casa, gritaban y
se peleaban sin
que de los
labios de su
madre se pronunciara
reproche alguno, más
bien todo lo
contrario, ajena al
alboroto permanecía sentada
en aquel sillón
desvencijado de la
sala con la
notificación del juzgado
en la mano,
que leía una
y otra vez
para terminar volviéndola
a doblar. La angustia que le quemaba
las entrañas y le torturaba
el alma le
impedía levantarse del
asiento y le
producía una extraña
sequedad de boca
que ni agua,
ni líquido alguno
conseguían sosegar. Nada tenía
que hacer, la
comida de sus
hijos y la
suya, que ni probaba, se la
traían voluntarios de
Caritas. Pensaba
que cuando la
echaran del chalet
se marcharía ligera
de equipaje: Solo la ropa
de los niños y los
cuatro pingajos que
aún me quedan
para taparme las
vergüenzas.
El
final se avecinaba…
CONTINUARÁ
MARÍA
BASTITZ
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