Estaba sentada en la terraza de una cafetería de un centro comercial de Barcelona, esperando que dieran las siete de la tarde para recoger a mi sobrina de su clase de pintura. Más allá, en otra mesa, dos señoras que habían dejado una bolsa de plástico en el suelo, se tomaban un batido y hablaban tranquilamente.
Como tengo que arrebatarle tiempo al tiempo para la lectura de mis autores preferidos y de aquellos que me recomiendan los amigos de confianza, leía El Último Encuentro de Sándor Márai. Si tiene 188 páginas, se dirán los que me conocen, y para ti, esto no es nada ¿Por qué andas tan agobiada?…Así es, pero invierto muchas horas en escribir mi segunda novela, y aunque el libro es interesantísimo, solo he llegado a la mitad. Y justo en el momento en qué acababa de leer:
“–¿Qué quieres de ese hombre? –preguntó de repente la nodriza.
–La verdad –respondió el general.
–Conoces muy bien la verdad.
–No la conozco –dijo él, en voz alta–. La verdad es precisamente lo que no conozco.
–Pero conoces la realidad –observó la nodriza, con un tono agudo, casi agresivo.
–La realidad no es lo mismo que la verdad –respondió el general–. La realidad son solo detalles.”
Cuánta razón tenía, aunque discrepaba de Márai en el punto en que, uno podía ser dueño de sus verdades y no siempre lograr mantenerlas a salvo de la curiosidad ajena, y entonces aquello que es auténtico, y guardado bajo siete llaves en los pasajes más recónditos del corazón, deja de ser una realidad, a los ojos de los demás, para convertirse en una verdad evidente. Y mientras pensaba en ello, se instalaron en una mesa cercana una pareja que atizó mi curiosidad. Él tendría más de sesenta años, de mediana estatura y ojos pardos. Vestía un traje azul marino y camisa azul celeste. No llevaba corbata. Me dio la impresión de que cargaba con el lastre de un matrimonio desgraciado, aunque les aseguro que si me preguntaran ¿por qué había llagado a aquella conclusión? No tendría respuesta. Ella, de edad semejante, era una mujer trasnochada, de ojos azules, cabellos lacios y mechas algo descuidadas, morena de rayos UVA. Vestía de oscuro y, a pesar del calor, llevaba unas medias negras espesas.
Él la cogía de la mano y miraba al infinito. Ella también. De repente, él la abrazó sin demasiados remilgos, e incluso movió la silla para estar más cerca de ella y después rodearle la espalda con su brazo. Llegaron más caricias. He de confesar, que a estas alturas de la vida, me parecía impropio tener que exhibir las pasiones en pleno centro comercial pero, a fin de cuentas, yo no soy nadie para juzgar las actitudes de los demás y cada uno es responsable de sus emociones. Sosegaron sus ímpetus, y de vez en cuando se daban besos furtivos, como si quisieran recuperar los abrazos que el tiempo les había robado.
Entonces él le contó sus desdichas:
–Mi divorcio es como una losa que pesa sobre mi espalda y cada vez me resulta más difícil de llevar. Cuando creo que estoy cerca de conseguirlo, mi abogado me cuenta que, la parte contraria, es decir el abogado de mi ex, se ha puesto en contacto con él para comunicarle que, ella ya no está conforme con el acuerdo económico que estábamos a punto de alcanzar. Ni con la custodia compartida de nuestra hija pequeña, ni con el reparto de bienes e inmuebles, en definitiva que nada le parece bien. Y no para de restregarme en las narices, que si tengo lo que tengo, es gracias a su sacrificio, tesón y esfuerzo, como para que ahora vaya a ser capaz de hacerle pasar estrecheces.
Ella le escuchaba y le miraba con ojos indulgentes y en su rostro se dibujaba una expresión de compasión, aunque no era difícil figurarse que ya había oído aquello más de una vez y le respondía:
–Ya sabes lo que pienso del asunto. Por fortuna nunca me he visto, y espero no tenerme que ver, en semejante situación…
–Todo se arreglará –le interrumpió–, aunque mucho me temo que, cuando sea libre, no vas a reconsiderar mi propuesta de vivir juntos.
–Mira –le contestó más bien crispada–, el divorcio fue para mí una autentica liberación, dejé de sentirme enjaulada, y aunque estoy convencida de que te amo muchísimo… no quiero repetir los errores del pasado.
–Estoy seguro que algún día –insistió él, con sonrisa aduladora, después de haberle besado en la oreja–, conseguiré que cambies de parecer.
–¡Ah no, vida mía! ¡Ni lo sueñes! –contestó persistiendo en su actitud, a pesar de que en sus ojos brillaba la chispa del amor–. Con divorcio o sin divorcio continuaremos como hasta ahora, tú en tu casa, yo en la mía y Dios en la de todos, le daremos una alegría al cuerpo de vez en cuando, y santas pascuas. Me cuesta creer que con tu experiencia todavía no te hayas convencido de que la convivencia siempre lo estropea todo.
No le gustó la respuesta, pero ella le pasó su mano por la mejilla izquierda y él se quedó babeando.
De repente, como traídas por el diablo, ocuparon una mesa contigua dos mujeres con sus hijos, que empezaron a llorar y a berrear, sin que sus madres hicieran nada para evitarlo. Y cuando se callaron, gracias a la magia de un bollycao que les dieron para merendar, y que les dejó la comisura de los labios y la barbilla sucias de chocolate pegajoso, montaron en una especie de carricoches de plástico y se entregaron a competir en carreras de obstáculos alrededor de las mesas. Las dos señoras que habían dejado una bolsa de plástico en el suelo, se tomaban un batido y hablaban tranquilamente, no se imaginaban que lo que habían comprado, poco tardaría en convertirse en el objetivo de uno de los niños, que al volante de su bólido decidió aplastar aquel estorbo imprevisto y, en un abrir y cerrar de ojos, sábanas, manteles y servilletas quedaron desparramadas en el suelo, con gran alegría de los niños, que también se pasearon con sus vehículos por encima de aquellas telas blancas como la nieve. Mientras que su madre, sin moverse de donde estaba para no interrumpir la conversación que mantenía con la otra, y que debía de ser de lo más interesante porque ni siquiera se ocupaban de vigilar a sus hijos, se limitó a decir, ante la mirada atónita de las propietarias de la lencería doméstica:
–Borja, guapo ¿te vas a estar quietecito de una vez?
Y cuando las señoras, indignadas, recogían sus enseres, la otra criatura y su artefacto fueron a estrellarse contra una silla vacía que les interceptaba el camino. Ahora llegará el llanto y el crujir de dientes, pensé, pero nada de nada, aquellos mocosos parecían de goma, y sus madres una especie de figuras pétreas que ni sentían, ni padecían.
Los enamorados miraron de nuevo el infinito, se encogieron de hombros, y como si se dijeran a sí mismos, eso ya no hay quién lo arregle, se levantaron y cogidos de la mano se marcharon por donde habían venido. Les habían perturbado la paz. Los observé hasta donde la vista me alcanzó, se detuvieron en el escaparate de una zapatería y después se perdieron entre la multitud.
Dejé de leer. Entre mi curiosidad y los sobresaltos me sorprendió haber llegado hasta la página 86, justo donde estaba escrito:
“–Claro, habrás tenido muchas experiencias interesantes. Vivías en el mundo entero. En esos casos, uno olvida pronto.
–No –dice el otro–. El mundo no es nada. Lo que de verdad es importante no lo olvidas nunca. De esto me di cuenta más tarde, cuando empecé a envejecer. Claro, todo lo secundario, todo lo accesorio desaparece, porque lo echas por la borda, como los malos sueños. No me acuerdo del Regimiento –repite con terquedad–. Desde hace algún tiempo solamente me acuerdo de lo esencial.
–¿Por ejemplo de Viena y de esta casa? ¿Eso quieres decir?
–De Viena y de esta casa.”
Cuando iba a levantarme para ir en busca de mi sobrina, guardé el libro en el bolso y me dije: Bien, María, antes de sentarte a tomar un café, pensabas que el amor era un sentimiento que se transformaba con los años en más sosegado y tranquilo, y la pasión una suerte de reacción química que desaparecía cuando moría la juventud y la capacidad de ilusionarse. Pero en los ojos de la pareja que acaba de marcharse, se adivinaba, fácilmente, el enamoramiento. Ambos sentían el deseo de mirarse una y otra vez, mientras que en los labios de ella aparecía una sonrisa difícil de definir, tal vez enigmática, que debía de ser turbadora para él. Y si tal como dice Márai: Lo que de verdad es importante no se olvida nunca. El amor no tiene edad.
MARÍA BASTITZ
Hoy desayunando llegué a la página 87 del libro de Sándor Marái....me quedo con la reflexión : Lo que de verdad es importante no se olvida nunca. El amor no tiene edad.
ResponderEliminarPues sí, y te sacude el corazón con la misma fuerza, tanto a los 20 como a los 50 años. Saludos cordiales
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